almeida – 4 de diciembre de 2016
Cuando llegué por primera vez a uno de esos albergues minoritarios en los que la llegada de un peregrino es todo un acontecimiento,
lo hacía con esa curiosidad de conocer las motivaciones que llevaban a los peregrinos a recorrer aquel camino tan poco frecuentado y especialmente duro en el que las infraestructuras eran muy escasas para los peregrinos poder encontrar un lugar como aquel. Era toda una experiencia muy gratificante porque la mayoría de los días tenían que dormir sobre el duro suelo de los polideportivos que algunos ayuntamientos ponían a su disposición o en otras instalaciones que no eran propias de la acogida en esta ruta jacobea.
La persona a la que relevé en las labores de hospitalero me fue poniendo al corriente de dónde estaban las cosas que iba a necesitar y como hacía él para dar acogida a los peregrinos, pero ahora yo era el responsable y por lo tanto, dentro de las normas generales, era mi criterio el que debía implantarse.
Le pregunté que dónde se encontraban las cosas de la limpieza del albergue y me indicó un lugar apartado en el que se guardaba todo. Pero no era preciso que me esmerara en la limpieza ya que como apenas llegaban peregrinos no había mucho que limpiar y además todos los domingos había una persona que venía tres horas a hacer la limpieza de todo el albergue.
Le dije que ahora que me encontraba yo allí no era necesario que nadie viniera a limpiar las instalaciones. No concebía estar en un albergue de hospitalero y no hacer yo mismo la limpieza. Pero él me comentó que eso era preciso que se fuera haciendo como estaba hasta ahora ya que quién venía a limpiar el albergue lo hacía por una sentencia judicial que le obligaba a acudir un día a la semana al albergue para dejar limpias las instalaciones.
Esperé a que llegara el domingo y pude conocer a David, era un joven agradable y simpático con el que enseguida establecí cierto grado de confianza y cuando rompimos el hielo inicial me contó la historia que le había ocurrido.
En las pequeñas ciudades y en los pueblos de Castilla, no es muy frecuente que haya suficientes lugares para que la juventud pueda disfrutar todo lo que desean cada día y cuando en algún sitio se celebran las fiestas patronales, es frecuente los desplazamientos de los jóvenes de toda la comarca y en ocasiones de toda la provincia que se dirigen a estos lugares para disfrutar de la fiesta que se ha puesto para ellos.
Son los momentos en los que la desinhibición es mayor que de costumbre y ésta generalmente suele ir acompañada del alcohol, en ocasiones de abundante consumo. Sigue sin concebirse una diversión sin ese punto que a veces se consigue con la ingestión de más alcohol del que el cuerpo está acostumbrado a admitir.
También es frecuente que en esas ocasiones se intensifiquen en los accesos y sobre todo en las salidas de estos pueblos los controles de la guardia civil para ver las condiciones en las que algunos se desplazan y es muy elevado el número de infracciones que se detectan y en estos casos, cuando hay reincidencia se procede a llevar ante el juez al infractor para que sea él quien formule el castigo que debe aplicarse a quien ha cometido la falta.
David fue uno de estos infractores y cuando estuvo ante el juez, éste, además de la retirada por un espacio de tiempo de su carné de conducir, le impuso la pena de estar durante dos meses haciendo la limpieza de las instalaciones de los albergues de peregrinos dejándolos en condiciones para cuando los peregrinos se alojaran en ellos.
Me resultó una sentencia cuando menos para aplaudirla ya que con ella se contribuía a hacer una labor social importante para la comunidad y también para quien tenía que cumplirla.
Mientras David hacía la limpieza completa del albergue y de las instalaciones que había en sus proximidades le preparé un café y según lo tomábamos me fue hablando de esta experiencia que inicialmente para él supuso un castigo pero ahora le estaba resultando algo que le permitía sentirse útil a los demás y la hacía con cierto agrado.
También le había dado la oportunidad de conocer a algunos peregrinos y a través de ellos fue conociendo ese camino del que en alguna ocasión había oído hablar pero nunca le había interesado especialmente y ahora se estaba planteando recorrerlo en alguna ocasión como colofón al aprendizaje que aquel castigo le había proporcionado.
Le dije que también para mí resultaba un castigo cuando menos educativo y me recordaba a aquellas sentencias que a veces se aplicaban en la edad media donde los reos eran condenado a hacer una peregrinación para lavar sus penas y sobre todo para cumplir con algún desliz que habían tenido con la comunidad.
Afortunadamente los tiempos han ido cambiando y la evolución ha sido muy positiva. Los penados medievales, además de tener que soportar la dureza de la peregrinación, tenían que hacerlo en muchas ocasiones cargados de cadenas que le hacían parecer unos despojos sociales ante el resto de la comunidad que los observaba cuando caminaban.
Menos mal que siempre había en el camino esas almas piadosas que en ocasiones poniendo en riesgo sus propias vidas se enfrentaban al poder y les liberaban de las cadenas o de los grilletes que habían fijado en sus manos o en sus pies.
Me hubiera gustado haber conocido a aquel juez que sabía cómo aplicar el sentido común a las sentencias que a veces de una forma justa como esta, estaba dictando.