almeida – 29 de marzo de 2017.
La creación que se fue realizando en los scriptorium de los monasterios era una tarea muy laboriosa y compleja y requería un gran número de monjes para poder llevarla a cabo y cada uno de ellos tenía su trabajo perfectamente asignado,
aunque al final solo nos queda en algunas ocasiones el nombre de quienes realizaban la última parte de la confección de los códices y manuscritos.
Se utilizaba para la confección de estos códices el pergamino por ser un material perdurable con el paso del tiempo y en el que una vez tratado era posible plasmar lo que el artista necesitaba expresar.
Pero para llegar al resultado final, había muchos pasos previos que dar y en los que participaban una buena parte de la congregación y cada uno de ellos se iba especializando en el cometido que tenía asignado.
Generalmente se utilizaba la piel de los corderos y de las ovejas que pastaban por el terreno propiedad del monasterio y además de proporcionar lo necesario para cubrir las necesidades básicas de la numerosa población monacal que había en los centros, una vez que los animales eran sacrificados, la piel se desollaba por hábiles manos para que pudiera aprovecharse en su casi totalidad.
La piel era raída, más tarde se adobaba y posteriormente se estiraba antes de pulirla y una vez que cada proceso iba siendo aprobado por el responsable del mismo, se pasaba al siguiente paso. Se maceraba en tinajas y finalmente se raspaba para dejarla lista para que fuera admitiendo lo que sobre ella se iba a poner y cuando ya estaba el proceso terminado, las pieles de diferentes tamaños, eran cortadas en función del tamaño que se pretendiera dar a los pergaminos sobre los que los artistas iban a trabajar.
Para impregnar los pergaminos, generalmente se utilizaba tinta que se extraía por la maceración con carbón o con metales férreos y después de un proceso laborioso ya estaba preparada para que fuera creando las letras y las imágenes en los pergaminos y se vertía generalmente en tinteros elaborados con cuerno para que el artista tuviera facilidad en su trabajo.
Había técnicas específicas sobre el espesor y la consistencia de las tintas para lo que se empleaban mucílagos vegetales o albúminas de huevo para que las plumas lo fueran extendiendo en el pergamino como el artista deseaba.
Para la confección de los colores, se empleaban diferentes materiales, según los conocimientos y hábitos de quien lo trabajara. Para el color amarillo, frecuentemente se utilizaba el azafrán; para conseguir el color verde se utilizaba sulfato de hierro, para el azul, sulfato de cobre y para el blanco entre otras cosas se utilizaban los huesos molidos de animales muertos.
Cada uno de los artesanos tenía sus técnicas de elaboración y según las iba creando aprendía técnicas nuevas en un proceso de constante aprendizaje y creación.
La tinta se iba extendiendo sobre el pergamino con cálamo de caña y con plumas de ave, generalmente de crías de pato o de ganso que poseían a partir de la quinta las idóneas para el trabajo que querían realizar.
Uno de los elementos más utilizado era el minio, por eso se conoce a esta forma de arte como miniatura y era elaborado con bermellón (cinabrion en polvo y sulfuro de mercurio).
En épocas posteriores también fue frecuente la utilización del oro y de la plata que se obtenía disolviendo el polvo de estos metales en otras substancias y después se iba plasmando en los pergaminos.
Cuando ya todos los pergaminos estaban dispuestos, la obra se encuadernaba utilizando para ello la madera que era forrada con cuero para dar consistencia a la obra terminada.
El ritmo era lento, la laboriosidad que requería cada una de las láminas precisaba una paciencia que únicamente se podía tener en estos centros y la creación de un buen códice podía prolongarse durante años, incluso como ocurrió con el Beato de Tábara, Magius que fue el artista que comenzó la obra, no llegó a verla culminada.