almeida – 05 de marzo de 2016.
Hay ocasiones en las que las situaciones normales nos resultan mágicas y las extraordinarias pueden llegar a convertirse en vulgares.
Esta historia es una de esas que cuando las recordamos no sabemos si fueron un sueño o quizá fue nuestra imaginación la que consiguió un día poder verla.
Francisco había llegado a uno de esos pequeños pueblos castellanos en los que la monotonía acaba siendo nuestro compañero al final de una dura jornada de camino. Al llegar a su destino fue hasta el albergue donde le asignaron una litera en la que se propuso descansar después de haberse aseado y alimentado convenientemente.
Era un día muy caluroso, el firmamento no estaba ensombrecido por ninguna nube y el cielo tenía un color azul pálido muy intenso, había algo que lo hacía diferente de los demás días que llevaba caminando.
El interior del albergue era esa babel que únicamente en el camino podemos contemplar en tan reducido espacio. Los casi treinta peregrinos que allí se encontraban dialogaban en más de una docena de lenguas, pero a pesar de ello parecía que todos se entendían y que hablaban el mismo idioma.
Francisco era un fumador crónico y no podía pasar más de una hora sin sentir esa sensación de calma que la nicotina producía en sus pulmones cuando iba esparciéndose por todos los alvéolos, por lo que antes que transcurriera una hora, decidió salir fuera del albergue para saborear de nuevo esa droga a la que había habituado durante mucho tiempo a su cuerpo.
Pensó sentarse en una de las ventanas que tenía el albergue, pero eran grandes ventanales que llegaban hasta el suelo y se fijó en un cruceiro que había en medio de la plaza y se dirigió hacia él, sentándose en uno de los escalones que formaban la base de este símbolo jacobeo.
La plaza era uno de esos lugares típicos castellanos que constituyen el centro del pueblo donde sus gentes suelen reunirse, donde se celebraban antaño los mercados, donde se realizaban las fiestas. Pero extrañamente en ese momento se encontraba vacía, miró en todas las direcciones, pero no consiguió ver a nadie.
En completa soledad, cerró los ojos mientras iba aspirando el humo del cigarrillo que acababa de liar. La combustión era lenta y saboreaba con mucha parsimonia cada una de las caladas que le daba. Cuando expulsaba el humo, abría los ojos y miraba al cielo contemplando ese extraño azul que el firmamento ofrecía, era tan distinto de esos días claros de Castilla que le daba la impresión que se había difuminado.
Según estaba con su mente perdida, comenzaron a llegarle las voces de docenas de niños que parecía que estaban jugando al escondite, pero al abrir los ojos, las voces permanecían aunque la plaza seguía encontrándose desierta.
Al cabo de unos minutos, percibió un bullicio de muchas personas, no quiso abrir los ojos porque pensó que como había ocurrido con los niños, solo eran cosas de su imaginación.
Pero el bullicio se fue haciendo cada vez más intenso, resultaba casi molesto y al final no pudo por menos que abrir los ojos y se encontró rodeado de gente, la plaza estaba llena, los niños que se encontraban jugando, personas mayores, señoras sentadas al fresco. Trató de imaginar como en pocos minutos, un lugar que estaba desierto, de repente se hubiera llenado de gente, pero por más respuestas que quiso darse, no había ninguna que le pareciera coherente, era como si un potente imán, los hubiera atraído de repente.
Cuando regresó a su litera y pensó en el extraño suceso que acababa de observar, imaginó que había sido un sueño, pero debía haberlo tenido despierto, ya que en todo momento mientras permaneció en la plaza fue consciente de todos sus actos.
Quizás la explicación más lógica fuera que se trataba de uno de esos sucesos que suelen producirse en el camino y que no tienen ninguna explicación.