almeida – 28 de agosto de 2014.

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Como venía siendo habitual las últimas jornadas, Federico llegó al albergue varias horas después que lo hubiera hecho el último de los

peregrinos que ese día daban por finalizada su jornada. No le importaba, se había acostumbrado a ser siempre el último, pero lo que más le preocupaba era que cada vez le costaba más hacer los últimos kilómetros que en ocasiones se le hacían interminables.

 

Con más de ochenta años, llevaba muchos caminos a sus espaldas y desde hacía varios años, cuando llegaba a Santiago, en el momento que le daba el abrazo al santo, lo hacía con gran emoción diciendo que sería la última vez, porque todos le aconsejaban que dejara de hacer el gran esfuerzo que suponía su peregrinación y finalmente llegó a convencerse que tenían razón y por eso se iba despidiendo de todo lo que para él había sido tan importante en esta última etapa de su vida.

Pero cuando se encontraba de nuevo en su casa, comenzaba a darle vueltas en la cabeza la idea de una nueva peregrinación, hasta que se veía llegando de nuevo a Compostela. En esos momentos, cuando decidía hacer una nueva peregrinación, se prometía que sería la última, pero eso había ocurrido en varias ocasiones, por lo que esta última vez, no quiso hacerse ninguna promesa que luego no pudiera cumplir.

Aunque su determinación era firme, se fue dando cuenta que su fuerza de voluntad era mucho menor que la fuerza con la que el camino volvía de nuevo a llamarle y con una ilusión que parecía devolverle las energías de su juventud preparaba la mochila que cada vez era más pequeña para que el peso no llegara a fatigarle tanto.

Aunque había recortado también la distancia que recorría cada jornada. Además de las fuerzas, también su mente se cansaba con más frecuencia y esos últimos kilómetros, su cabeza y sus pies comenzaban a desobedecerle.

Cuando llegó al albergue, se encontraba excesivamente cansado, su cara era la viva imagen de la fatiga y el hospitalero que se encontraba en una salita del albergue sentado, pensando que ya no llegaría nadie más, se extrañó al ver a aquel peregrino tan mayor que daba la sensación de desplomarse de un momento a otro.

Como impulsado por un resorte, se levantó y le ayudó a desprenderse de su mochila que daba la sensación de encontrarse adherida a su espalda. Le ofreció uno de los sillones más cómodos para que se sentara a descansar mientras él iba a la cocina a por una botella de agua fresca y un vaso para que repusiera el líquido que se había evaporado de su cuerpo.

Mientras el hospitalero tomaba los datos de la credencial y los reflejaba en el libro de registro de los peregrinos, Federico fue dando sorbos del vaso hasta que el agua pareció que le devolvía de nuevo a la vida.

Al principio, cuando el hospitalero comenzó a dar acogida a los peregrinos, cada vez que veía a una persona tan mayor, trataba de hacerle ver que a su edad no era conveniente realizar los esfuerzos tan grandes que estaban realizando, pero con el tiempo fue dejando de hacerlo, ¿quién era él para dar aquellos consejos?, conocía esa fuerza invisible que impulsaba a las personas a seguir cada día viendo nuevos horizontes, porque al hospitalero también le ocurría y cada vez le resultaba más difícil contenerse a realizar algún tramo del camino sintiendo esa libertad que le proporcionaba.

Por eso, no decía nada, dejaba que fueran los peregrinos los que le fueran enriqueciendo con lo que le aportaban cada día y sobre todo estas personas que eran la esencia de ese camino por la experiencia acumulada que llevaban a sus espaldas.

-Hoy ha sido muy duro, pensaba que no llegaba – dijo Federico una vez que el agua y el descanso le devolvieron el color a su rostro.

-Es porque ha hecho muchos kilómetros, y además el día ha sido muy caluroso – le dijo el hospitalero.

-¡Y por la edad! – respondió Federico.

-Todo influye y se va acumulando.

-Siempre digo lo mismo – siguió Federico – me prometo que va a ser la última vez, pero luego no puedo evitarlo y siento como el camino me llama y no me puedo resistir.

-Pero habrá alguna vez que tengamos que escuchar al sentido común y seguir su consejo.

-Creo que esta si va a ser la última vez, cada día me siento más como un trasto viejo que lo único que consigo es preocupar a los demás, ya no puedo aportar nada a los peregrinos, aunque el camino y quienes lo recorren, siempre me aportan cosas nuevas.

-No diga eso – le comentó el hospitalero – todos podemos aportar alguna cosa a los demás y peregrinos como usted, seguro que son una motivación para los mas jóvenes, les enseña con su ejemplo.

-Me voy convenciendo que ya no es así, me he convertido en algo inservible, lo veo cuando observo la mirada de los que me superan que percibo la lástima con que en algunas ocasiones me miran.

-Verá como cuando haya descansado no opina de la misma manera y de nuevo el ánimo y la ilusión se reflejaran otra vez en su cara.

-Lo dudo – respondió Federico – si supiera que todavía puedo aportar algo a los demás, seguiría adelante, pero como he comentado, ya me siento algo inservible.

El hospitalero cogió la mochila del anciano y la llevó hasta la primera planta en la que se encontraban las colchonetas sobre las que los peregrinos dormían y después de explicarle donde se encontraban las duchas, volvió a sus quehaceres. Había que preparar la cena para la docena y media de peregrinos que ese día se encontraban en el albergue.

En la cocina, mientras observaba a los peregrinos jóvenes que se afanaban por ayudarle a preparar la cena, no se apartó de su mente la imagen del anciano. Siempre le habían causado una gran admiración quienes recorren el camino, pero cuando se encontraba con algún peregrino como Federico, se daba cuenta de la magia que tiene este camino, porque a personas que ya lo han visto todo en la vida, cada día son capaces de poder ver cosas nuevas y seguir aprendiendo de ellas.

Cuando la cena estaba ya organizada y solo había que esperar a que el calor del fuego fuera mezclando todos los ingredientes que se habían puesto en la gran cazuela, el hospitalero fue a la sala en la que algunos peregrinos solían descansar y se encontró allí a Federico. Parecía otra persona, había descansado y se había puesto ropa limpia y ahora su cara transmitía una felicidad que contrastaba con la cara con la que entró en el albergue.

Estaba echando un vistazo a los comentarios de los peregrinos, el libro donde estos dejaban sus impresiones se encontraba casi lleno de anotaciones y algunas reflejaban historias muy hermosas y motivaciones personales que estremecían a quien las leía.

-Me gusta leer lo que ponen los peregrinos en el libro que hay para ellos en el albergue – dijo Federico al ver en la puerta al hospitalero.

-Yo lo hago todos los días – dijo este – y cada vez que lo hago, descubro cosas nuevas, para mí, esta es la esencia del Camino, lo que cada uno lleva encima y en ocasiones lo comparte con los demás dejándolo escrito en este libro.

-A mi me ocurre lo mismo, siempre que llego a un albergue, me gusta leer las sensaciones que han dejado escritas y también me gusta dejar las mías.

-Pues me gustará poder leerlas mañana – dijo el hospitalero.

-Pero no he podido hacerlo – comento Federico – no he visto ningún bolígrafo ni un lapicero en la mesa.

-Espera que enseguida te busco uno – comentó el hospitalero.

Rebusco en un viejo cajón de madera y extrajo de el dos lapiceros que puso encima de la mesa. Uno de los lapiceros era grande, apenas había sido usado, en cambio el otro de tanto utilizarlo, había ido menguando hasta quedar reducido a escasos tres centímetros por el desgaste de la mina y de las numerosas veces que había tenido que afilarse la punta con el consiguiente desgaste de la madera que recubría la mina.

Federico, miró lo que el hospitalero había dejado encima de la mesa y cogió el lápiz más pequeño y después de ajustarlo como pudo entre los dedos, comenzó a escribir en el libro. El hospitalero se sentó en una de las sillas que había en el cuarto observando lo que el peregrino estaba haciendo.

Cuando termino de escribir, casi había ocupado una hoja del libro con las sensaciones que había dejado reflejadas. Volvió a dejar el lapicero encima del libro y el hospitalero observándolo le comentó.

-¿Por qué has escogido el lapicero pequeño, el más menguado?

-No lo sé, me ha llamado la atención verle tan pequeño y tan delicado comparándolo con el otro.

-Piensa – siguió el hospitalero – que el lapicero es como tú, está enclenque y menguado porque ha dado casi todo lo que tenía, la mayor parte del libro esta escrito con su mina y si se ha reducido tanto, es porque ha recogido muchas vivencias que se quedaran para siempre en este libro. Ahora parece insignificante comparándolo con el otro, pero su vitalidad se encuentra en lo que ha dejado escrito, ha servido para que las vivencias no se lleguen a perder nunca, siempre quedarán recogidas en el libro. A pesar que ya parece que no sirve para nada, también ha recogido las tuyas y seguirá recogiendo las de muchos peregrinos que como tú, lo antepongan al otro para dejar constancia de su camino.

-No lo había pensado de esa forma cuando lo cogi – dijo Federico.

-Pues piensa en ello, tú eres como ese lapicero, has aportado muchas cosas a quienes te han rodeado y han caminado contigo y ahora, todavía puedes seguir aportándolas, no te quepa duda que habrá muchos que quieran caminar a tu lado, porque así podrán aprender muchas cosas, todas esas que llevas dentro de ti. Ese lapicero, lo guardaré porque ha servido para recoger tantas historias que ya es para mí una parte importante de este albergue.

Aquellas palabras que le dijo el hospitalero, parecieron renacer el ánimo de Federico que ahora se encontraba radiante y durante la cena, estuvo compartiendo con los demás peregrinos que no le veían como aquel anciano que habían dejado atrás en el camino horas antes, ahora le observaban como ese pozo lleno de sabiduría y conocimientos en el que todos deseaban beber y enriquecerse con lo que escuchaban.

Por la mañana, cuando Federico abandonaba el albergue, tras recibir los mejores deseos del hospitalero deseándole que viera cumplida con éxito esa peregrinación, el peregrino se despidió de él diciéndole:

-Hasta la próxima vez, hasta el próximo camino, donde espero que todavía pueda sujetar entre mis dedos el lapicero que me has dejado.

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