almeida – 30 de agosto de 2016.

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            Cuando pensamos que ya lo hemos visto todo y no hay nada que pueda sorprendernos, siempre hay algo nuevo que llama nuestra atención porque aunque creíamos haberlo visto todo,

hay cosas que pueden llegar a causarnos esa sorpresa que producen las cosas que ocurren por primera vez.

            Me encontraba en uno de los albergues del viejo camino. El otoño estaba dando sus últimos estertores antes de ceder el relevo a la estación en la que los campos parece que comienzan de nuevo a renacer.

            Contrariamente a lo que suele ocurrir en estas fechas en que los días se van alargando ya que la luz del sol comienza a durar más tiempo, suelen ser los mejores días para caminar, pero en esta ocasión las nubes no cesaban de descargar toda la humedad que llevaban en su interior.

            Me acerqué con el coche hasta uno de los pueblos de los alrededores para abastecer la despensa con algunas cosas que comenzaban a escasear y al regreso al albergue, por una estrecha carretera de montaña, adelanté a un grupo de peregrinos. Como es mi costumbre hice sonar el claxon para saludarles, aunque ellos se apartaron pensando que les pedía paso hasta que vieron que les saludaba y respondieron a mi saludo.

            Pensé en unos momentos en detenerme para decirles que a un centenar de metros a la izquierda de donde estaban, se encontraba el camino, un sendero muy bonito y menos peligroso que el lugar por el que iban caminando, pero era un lugar arriesgado para detener el coche y continué adelante, ya se lo comentaría cuando llegaran al albergue, imagine que por la hora que era, sería su lugar de destino y en un par de horas estarían allí.

            Cuando llegaron, vi que el grupo estaba formado por cuatro mujeres de diferentes edades y un joven que daba la sensación que era quien estaba a cargo de la protección de las peregrinas. Eran polacos y apenas pude entenderme con ellos.

            El hospitalero responsable del albergue, las fue registrando y anotó nombres tan curiosos como María Magdalena y Beata Urzula con apellidos impronunciables, resultaba uno de esos grupos curiosos que suelen estar en el camino.

            Cuando llegó la hora de la cena que se ofrecía a todos los peregrinos que habían accedido al albergue, el grupo de polacos, se puso alrededor de la mesa y a modo de bendición entonaron un cántico muy agradable y sobre todo diferente a los que estamos acostumbrados a escuchar.

            Después de la cena, el hospitalero les proponía a todos los peregrinos que se pusieran de acuerdo a la hora en la que deseaban levantarse y quince minutos después tendrían preparado el desayuno para que comenzaran la jornada con las energías que iban a necesitar ese día.

            El responsable del grupo, le dijo al hospitalero que ellos deseaban levantarse a las cinco y media de la mañana. El hospitalero pensó que le estaba gastando una broma, eran dos horas antes de lo que acostumbraban los peregrinos a levantarse y debió mostrar su extrañeza de una forma muy visible ya que el peregrino al verle le dijo que él era sacerdote y antes de comenzar a caminar, todos los días el grupo celebraba una misa en el lugar en el que se encontraban.

            El hospitalero accedió a que celebraran la misa a la hora que les proponía, él se levantaría para ir preparando el desayuno, así cuando terminaran la celebración tendrían unos cafés y unas infusiones para que pudieran tomar algo caliente.

            Nunca había presenciado algo similar como lo que proponían, por lo que me levanté también a la hora que ellos lo hacían para ver este acontecimiento que me parecía un tanto insólito en un albergue.

            Cuando a las cinco y media me acerqué hasta la sala que había dispuesta para los peregrinos, nada más traspasar la puerta, me encontré al sacerdote con su casulla blanca y su estola. Sobre la mesa, había extendido unos pequeños paños blancos, en uno de ellos estaba la patena con la hostia de la consagración y al lado se encontraba un pequeño cáliz. Todo ello estaba iluminado por la luz de una pequeña vela.

            Cuando se hubieron reunido todos, comenzó la celebración. El ritual era similar al que hacemos en nuestras iglesias, la única diferencia era el idioma, pero se podía seguir toda la eucaristía y sin conocer el idioma podía comprender todo lo que decían.

            Cuando llegó la hora de darse la paz, el sacerdote se acercó hasta nosotros y nos ofreció su mano y luego le imitaron las cuatro feligresas que seguían la celebración.

            He de confesar que resultó un acto muy curioso y emotivo, por unos momentos me imaginé ese instante cuando estas personas que hacen su camino con una motivación especial lleguen ante los restos que se guardan en la urna de plata que hay en la cripta de la catedral de Santiago, tiene que resultar un momento muy especial para ellos.

            Al finalizar el desayuno, una de las peregrinas le pidió al hospitalero que bajara el volumen de la música que había en el albergue. Todos los días despertaba a los peregrinos con el Ave María y luego dejaba música ambiental para que los primeros minutos del día resultaran agradables. La peregrina, una vez que se hizo el silencio en el albergue, se puso en una de las esquinas de la sala y con una voz angelical fue obsequiándonos con esa melodía con la que se había despertado. Entonó el Ave María de una forma que consiguió emocionarnos a todos los que nos encontrábamos allí.

            Cuando se dispusieron a continuar su camino, nos despedimos con un sentido abrazo, de esos que se dan con el corazón y deseé que más personas como estas estuvieran en el camino ya que dan a la peregrinación ese carácter especial con el que un día nació.

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