almeida – 17de abril de 2016.
Cuando echo la vista atrás, pienso en lo que ha ido cambiando el camino, se han ido adquiriendo algunos vicios impensables en el siglo pasado
y sobre todo he ido viendo cosas que cada vez que lo hacía por primera vez me sorprendieron y cuando pensaba que ya no podía haber nada que me impresionara, siempre algo nuevo llamaba mi atención.
Cuando por primera vez extendí mi saco sobre la litera en Roncesvalles, un peregrino que se encontraba a mi lado fue envolviéndose en una blanca sabana que me daba la impresión que era una mortaja, él parecía encontrarse muy cómodo, aunque nunca he vuelto a ver un envoltorio similar.
Luego fueron las pequeñas spontex que algunos utilizaban para secarse después de una ducha, según los veía me daba la sensación que estaban recogiendo el agua que se había salido del plato de la ducha y en lugar de hacerlo con la fregona utilizaban este paño al que nunca he podido habituarme a pesar de parecer práctico por el poco peso y el poco tamaño que tiene.
También el servicio que un día puso en práctica el Jato para ahorrar la subida al Cebreiro a los peregrinos llevándoles la mochila se ha puesto de moda y ahora los servicios de transportes de mochilas evitan que los peregrinos puedan sentir la sensación que el cansancio y el sufrimiento van haciendo, que en ocasiones lleguen a pensar que la mochila se ha ido adhiriendo a su espalda hasta formar una unidad con ella. Quienes recurren a este servicio caminan mucho más ligeros pero esa rapidez que llevan por no ir cargados con la mochila no les deja ver esos pequeños detalles que siempre hay a cada paso.
También se va perdiendo el encanto que supone cuando llega la sed y necesitamos reponer esos líquidos necesarios en nuestro cuerpo, hacer un alto en al camino y quitarse lentamente la mochila para poder sacar la botella del agua que llevamos en uno de los laterales. Ahora esas bolsas que son similares a las de agua caliente que hace años utilizábamos en los días de invierno antes de ir a la cama. Imagino que el líquido se calentará mucho más que en la botella y no debe ser sano ir bebiendo mientras se va caminando.
La extravagancia total es la de esos peregrinos que por ir a la moda, ya no saben que ponerse, unos parece que llevan un traje de luces, son como los toreros que van brillando por los caminos. Como salen muy pronto para llegar al siguiente albergue los primeros y ser también los primeros que cogen una litera, parten del albergue varias horas antes de que amanezca. Llevan una linterna en la frente, otra en la mano para ir señalando lo que quieren ver y en alguna ocasión también he llegado a ver a quien llevaba luces en las zapatillas.
Me sorprendió ver la primera bicicleta eléctrica que funcionaba con una gran batería y el peregrino presumía de la comodidad que representaba ya que cuando el terreno se volvía complicado, metía la primera y dejaba a un lado el esfuerzo y era la máquina quien lo hacía por él. Pensé cómo no hacía el camino con una moto, en las grandes alforjas de una Harley seguro que hubiera podido llevar más cosas para que nada le faltara.
Muy esnob resultó aquel peregrino que al llegar a uno de los albergues en los que me encontraba me pidió permiso para utilizar el ordenador y enviar a su blog todos los datos completos de la etapa que acababa de realizar. Conectó un pequeño reloj que llevaba en su muñeca al ordenador y en poco más un minuto se descargaron todos los datos que había recopilado, allí estaban las distancias, altitudes, cotas, desniveles. Pensé por un momento que los diarios de los peregrinos corrían un grave peligro y me pasé todo el día preguntándome si aquel aparato recogería también las sensaciones y los sentimientos que cada etapa solía proporcionarnos, pero creo que afortunadamente eso sería imposible ya que el camino no podía permitir de esa forma que se llegara a perder la magia.
Una de las cosas que me resultaban más duras cada día era cuando estaba en algún albergue grande y observaba cómo los peregrinos se alimentaban cada mañana. Me recordaba a los tenderetes de cocina que alguna vez vi por las calles de Tailandia y sentía que mi estómago se revolvía como me había ocurrido en aquel país.
Algunos pensaban que era muy importante alimentarse bien por la mañana para tener las fuerzas necesarias que les permitieran superar con garantías esa jornada y no tenían ningún rubor en mezclar los restos de la cena y engullir todo lo que tenían a mano, surgiendo novedosos platos de pasta con ensalada o alubias con yogur que hacían que los estómagos más serenos y robustos se estremecieran ante aquellas patadas que daban a la gastronomía. Esos días procuraba desayunar después que hubieran salido todos los peregrinos, no me sentía tan fuerte como para poder soportar aquellas impresiones de cada mañana.
Siempre había rondando por el albergue el que tenía una voz muy potente y era la admiración en su pueblo cuando cantaba esas jotas y cánticos populares que en su ambiente tan bien animan a los que ya están con unas copas de más y jalean al improvisado cantante, el problema era cuando algunos por cortesía aplaudían sus improvisaciones y entonces se animaba a cantar cosas más profundas y destrozaba de una forma imperdonable algunas obras que los grandes maestros compusieron para el bel canto.
Son innumerables los momentos en los que las cosas más extravagantes están en el albergue y tenemos que soportarlas o asombrarnos con estas rarezas a las que no estamos acostumbrados.
Cuando ya pensaba que lo había visto todo, la última vez que puse mis pies en el camino, llegó de nuevo la sorpresa y como me encontraba aún dormido, llegué a pensar que era un sueño hasta que me di cuenta que me encontraba ante una más de las extravagancias con las que el camino suele obsequiarnos.
Serían las cinco de la mañana y como era lo más normal, todavía me encontraba dormido, hasta que el ruido exasperante de las bolsas de plástico me despertó. Cuando abrí los ojos, una molesta luz de una linterna colocada en la frente de quien estaba frente a mí me despertó por completo dejándome casi ciego.
Un robusto peregrino alemán al ver que me despertaba debió decirme algo agradable porque sonreía mientras lo decía, aunque yo no le entendí nada de lo que me hablaba.
Como estaba despierto me quedé observando cómo hacía los preparativos para su marcha e iba despertando con el ruido que hacía a los peregrinos de la sala que aún estaban dormidos.
Cuando fue a ponerse los calcetines observé que lo hacía con sumo cuidado, cada uno de los calcetines contaba con cinco habitáculos para guardar cuidadosamente cada uno de los dedos de su pie en la funda correspondiente. Quizá sea algo más normal de lo que a mí me parece, pero ha sido la primera vez que he visto algo parecido y me llamó mucho la atención, porque imagino que por muy bien sujeto que vaya cada dedo, las rozaduras serán más frecuentes que con unos calcetines normales.
Ahora solo pienso qué será lo siguiente que me deparará el camino y a veces me asusto con la sola idea de poder comprobarlo.