almeida – 8 de noviembre de 2015.
Cuando salió del seminario, había cumplido una de las ilusiones que tenía desde que contaba con uso de razón, su vida estaría dedicada a los demás y podría enseñar todo lo que el Maestro predicó dos milenios antes.
Ahora estaba la gran incógnita, ¿Cuál sería el lugar que sus superiores le habían asignado? Pensó que daba lo mismo, al fin y al cabo las almas que trataba de atender se encontraban en cualquier sitio y lo importante no era el lugar al que fuera, sino lo que tenía que enseñar y eso estaba seguro de que sabía cómo hacerlo para llegar al corazón de los fieles e intentaría que también su mensaje fuera calando en el de los infieles.
Le enviaron a un pequeño pueblo de la Rioja, era uno de esos lugares que cuando se escuchan por primera vez hay que buscar un mapa para poder localizarlo y situarlo en el lugar que le corresponde.
Como la mayoría de los pequeños pueblos que hay repartidos por la geografía, una de las luchas permanentes de las autoridades locales es frenar el éxodo de las personas jóvenes que no desean seguir la tradición de sus padres de cultivar la tierra y buscan poblaciones más grandes en las que establecerse en sectores productivos con una estabilidad mejor. No solo en lo económico sino en la comodidad que supone un horario establecido, vacaciones garantizadas, jornadas libres cada semana y muchas cosas más que la agricultura no puede proporcionarles.
Como consecuencia de esto, casi la totalidad de la población la constituían personas de elevada edad que eran asiduos de la misa diaria y el rosario de la tarde, formando una clientela fiel y permanente.
Pero el joven cura no se resignaba a desarrollar todas las nuevas ideas y proyectos que pretendía poner en práctica para ejercer su apostolado como él lo entendía.
Por el pequeño pueblo, un día pasó el Camino de Santiago, seguramente seguiría pasando ya que de vez en cuando se veía a algún ser un tanto extraño que cargado con una mochila se dirigía hacia poniente. Pero no era algo que ocurriera todos los días y tampoco lo hacían a una hora determinada por lo que casi pasaban desapercibidos, excepto para el joven cura, siempre que hacían un alto en su iglesia, en ocasiones hablaba con ellos interesándose por conocer lo que estaban haciendo.
Se sorprendió que personas de países muy lejanos caminaran por allí, apenas decían media docena de palabras en nuestro idioma, pero sabían el camino que debían seguir, no se perdían a pesar de que no había ninguna señal que les dijera por donde debían continuar.
Casi todos los pocos peregrinos que pasaban por su pueblo y por su iglesia hacían un pequeño alto y luego continuaban su camino, allí no se quedaba nadie, tampoco tenían donde hacerlo y el cura pensó que buscarían las poblaciones mayores en las que podrían encontrar un hotel o un hostal donde poder descansar.
Un buen día, vio en la parte trasera de la iglesia, en una zona ajardinada con césped y arbolado a un peregrino extranjero que se encontraba descansando a la sombra, o quizá estuviera durmiendo. Como ya era la hora de comer, el cura le peguntó si había comido y ante la respuesta negativa del peregrino, le invitó a que pasara a su despensa y cogiera lo que necesitara. El joven cogió una pieza de embutido y dando las gracias al cura, volvió junto a su mochila para seguir descansando en el césped.
Por la tarde, cuando finalizó el rosario, el cura se percató que el peregrino seguía en el mismo lugar, al contrario que el resto, éste se había quedado allí, quizá no tuviera fuerzas para continuar o tal vez se encontrara enfermo, por lo que se acercó hasta él y le invito de nuevo a que le acompañara en la cena.
El cura se disculpó y se excusó ya que la cena que tenía preparada era para él solo ya que no esperaba a nadie más, de todas formas compartirían lo que había. Entonces el peregrino buscó en su mochila y dijo que él también quería compartir y dejó lo único de comer que llevaba, el embutido que antes había cogido de la despensa del cura.
Este gesto emocionó al cura, ya que en lugar de guardar el embutido para el día siguiente que lo podía necesitar, lo compartía también. Fue un acto de generosidad que le conmovió.
Durante la cena, el cura satisfizo todas las dudas que tenía haciendo numerosas preguntas al peregrino y comprobó que le movía una fe que no se enseña en los libros, que solo viviéndola se puede comprender.
Como no disponía de ningún lugar para dormir y el cura solo tenía su cuarto le ofreció dormir bajo techo en el interior de la iglesia. Buscó un jergón de lana o un colchón para que no durmiera sobre el suelo y lo extendió para que el peregrino pudiera descansar, éste se tapó con un saco que llevaba y agradeció al cura todo lo que le había proporcionado despidiéndose de él ya que por la mañana saldría muy pronto, cuando el sol comenzara a asomarse por oriente.
Cuando el cura se levantó por la mañana, vio que el peregrino se había marchado, había dejado todo bien recogido y sobre una mesa había depositado dos billetes. El cura no recordaba haber visto nunca tanto dinero junto, ya que todos sus feligreses en un mes no llegaban a contribuir para el mantenimiento de la iglesia y mucho menos con tanto como lo que el peregrino había dejado, por lo que pensó que seguramente se le había olvidado.
No quiso tocar el dinero y lo dejó en el mismo lugar en el que lo había encontrado, seguro que cuando se diera cuenta de semejante olvido, regresaría a por él y quería que lo encontrara en la misma posición que lo había dejado.
Fueron transcurriendo los días y el peregrino no regresaba, pero el dinero seguía en el mismo sitio, quizá cuando llegara a Santiago volviera caminando y entonces pasaría a recoger lo que se había dejado.
Cuando transcurrieron dos meses, el cura asimiló que el peregrino ya no regresaría, pero que es lo que podía hacer con aquel dinero, era una cantidad muy elevada y el fin que tendría que darle tenía que ser el mismo para el que la dejó el peregrino.
Cada vez el goteo de peregrinos era algo más constante, al menos todas las semanas veía a varios que deambulaban por el pueblo, entonces fue cuando se le ocurrió la idea, aquel dinero que dejo el peregrino serviría para comenzar a acondicionar una parte de la iglesia destinándola a acoger a los peregrinos.
Fue comentando su proyecto y enseguida comenzó a contar con colaboración, unos aportaban dinero, otros mano de obra, otros ideas, otros….Todos colaboraron con el cura y nadie le dio la espalda.
Con esfuerzo fue tomando forma un albergue para acoger peregrinos, les ofrecería lo que podía darles y comenzó con la aportación que hizo el peregrino, puso en un gran arcón de madera el dinero que éste había dejado y un cartel “deja lo que puedas, coge lo que necesites”. Todos los que pasaban por allí, fueron colaborando con sus donativos para que el albergue fuera creciendo y llegara a suponer un oasis para los peregrinos que se dirigían a Santiago.
El joven cura había conseguido ejercer su apostolado de una forma diferente de como él había pensado o como lo hacían quienes le habían precedido, pero cada vez su iglesia estaba más frecuentada por gente muy joven, esa que tanto escaseaba en el pueblo, pero ahora a diario se encontraban en su iglesia.
Actualmente cuando se cita el pueblo en el que ocurrió todo esto, la gente ya no necesita mirar en el mapa para saber dónde tiene que ubicarlo.