almeida – 09 de julio de 2014.

Es frecuente presenciar en los albergues las más extrañas costumbres de los peregrinos que se alojan cada jornada, pero por muchas cosas raras

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que presenciemos, siempre habrá algo nuevo que cada día nos suele deparar.

 

Una de las cosas en las que frecuentemente me suelo fijar, es en los hábitos alimenticios de los peregrinos que viniendo de los lugares más extraños de la tierra no dejan sus costumbres en el Camino.

Imagino, que a ellos les ocurrirá lo mismo cuando nos ven comer las delicias culinarias que se elaboran en cada región por las que pasa el Camino, pero suelen ser más atrevidos y frecuentemente preguntan por las cosas que ven en los platos, aunque no les veo comiendo por mucho que le digas que es algo delicioso, unos suculentos txipirones en su tinta o una de las exquisiteces culinarias al alcance de muy pocos privilegiados como son las angulas.

Recuerdo en una ocasión, cuando me encontraba en uno de los albergues del camino a unos peregrinos que habían comprado unos botes de fabada y preparan con ellos una suculenta cena, pero lo que me llamó poderosamente la atención, fue cuando por la mañana, les vi también prepararse el desayuno y mezclaban lo que les había sobrado de la cena con lo que habían comprado para el desayuno. Reconozco que el estómago me dio un pequeño vuelco al ver lo que estaban ingiriendo, pero lo hacían con una satisfacción que no admitía la menor duda que estaban disfrutando con aquel desayuno.

En el tiempo que llevo en el albergue de Tábara, es frecuente observar como los peregrinos cuando ven alguna cosa que les sirves y no la conocen, primero la huelen y si no les convence mucho la dejan en un extremo del plato. Normalmente ocurre con muchos de los ingredientes que lleva el arroz a la zamorana en los que la morcilla suele ser el ingrediente que más queda siempre en el plato.

También una costumbre muy generalizada, era cuando se servía un plato de lentejas que algunos bañaban literalmente en migas de pan que en ocasiones hacía rebosar el plato.

Pero lo que seguro que no tiene superación, es lo que ocurrió hace unos días en el albergue con un peregrino de algún país europeo.

Ese día, con el pan que suele ir quedando un poco duro, decidimos preparar unas sabrosas sopas de ajo, un plato muy castellano y también muy peregrino con el que recordábamos un poco a don José María de San Juan de Ortega y a Pablo, el mesonero de Villasirga que obsequiaban siempre a los peregrinos con esta sencilla y exquisita delicia culinaria.

Dejamos que se fuera haciendo lentamente con esa pausa que requiere la buena cocina para que los ingredientes se vayan mezclando, pero había mucho pan sobrante y en un albergue humilde no se desprecia nada, por lo que añadimos todo el que había.

Después de el tiempo suficiente de estar hirviendo, añadimos unos huevos batidos para que dejara esos hilillos que enseguida se cuajan con el calor de lo que esta en la cazuela y la sopa resultó exquisita, aunque reconozco que quedó para mi gusto un poco espesa, pero el sabor estaba conseguido y bien conjuntado, cada cucharada contenía parte de los pocos ingredientes que lleva este plato.

Cuando se la servimos a los peregrinos, les explicamos lo que era y mientras me encontraba haciendo mención de la costumbre de los antes citados en ofrecer a los peregrinos un plato de sopas de ajo, me quedé un poco atónito cuando observaba como el peregrino giri, estaba cogiendo una tras otra varias rebanadas de pan y las iba troceando para añadirlas a las sopas de ajo.

No me atreví a decirle nada, pero de nuevo, vino a mi mente esas costumbres tan extrañas que tienen algunos giris que nos encontramos por el Camino.

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