almeida – 15 de abril de 2014
La pequeña Isabel disfrutaba mucho con la compañía de su padre. Cuando salía del colegio, lo primero que hacía al llegar a casa eran todas las tareas que le habían puesto en la escuela y esperaba ansiosa que su padre llegara del trabajo.
Hasta que su madre los llamaba para cenar, jugaban en el salón y la pequeña escuchaba las historias que él la contaba, no se trataba de cuentos, eran historias que a la pequeña la resultaban muy hermosas.
Los fines de semana salía con su padre a pasear, recorrían gran parte de Lisboa caminando por un circuito que Joao había elegido como el mejor sitio para entrenarse ya que, además de ir por paseos con abundante vegetación, también había algunos desniveles que le venían muy bien para ponerse en forma. Siempre llevaba una pequeña mochila a sus espaldas y cuando la pequeña se cansaba, él la subía sobre sus hombros y los últimos kilómetros siempre los hacían de esa forma. La pequeña se sentía como una reina que cabalgaba a lomos de un hermoso corcel.
Antes de regresar a casa se detenían en un kiosco que había junto al parque y pedían una bolsa de patatas fritas y unos refrescos, era su aperitivo de los fines de semana.
Cuando su padre le dijo que se iría hasta el sur de Francia para ir caminando hasta un sitio que llamaban Compostela, la pequeña no lo entendía, no comprendía como su padre la dejaba sola para irse todos los días de las vacaciones lejos, en lugar de ir a la playa como hacían todos los años cuando los dos estaban de vacaciones.
Los días que su padre pasó fuera de casa se hicieron muy largos para la pequeña, de vez en cuando Joao la llamaba por teléfono y le aseguraba que cuando regresara le contaría muchas historias que la iban a encantar, pero ella no quería ya escuchar historias, solo deseaba que su padre estuviera a su lado.
Por fin llegó el día que su madre le dijo que Joao regresaba, irían hasta la estación de autobuses a esperarlo las dos juntas.
Cuando Joao descendió del autobús, Isabel apenas le reconoció, estaba más delgado y una espesa barba poblaba su cara.
Cuando sacó del maletero del autobús su mochila cogió también un palo y ofreciéndoselo a la pequeña le dijo:
—Toma, es mi bordón, ahora es para ti y un día lo llevarás cuando tú recorras el camino.
Isabel cogió aquel palo sin saber de lo que se trataba, le resultaba feo ya que estaba torcido y tenía algunos nudos que raspaban cuando pasaba su mano sobre ellos.
Ahora las historias que Joao contaba cada tarde a Isabel eran sobre el Camino, sobre los paisajes que le asombraban cada día, sobre los monumentos que contemplaba al lado del camino, sobre las personas que se encontraba cada día y sobre todo la hablaba de las personas que caminaban junto a él, los consideraba ya sus amigos porque habían compartido muchas cosas juntos.
Todos los días le hablaba del Camino, y cuando Joao no sacaba ese tema de conversación, era Isabel la que le preguntaba. Sabía que su padre disfrutaba contando estas historias; y además le agradaba como se le iluminaba el rostro cada vez que lo hacía.
Poco a poco, las historias que Joao contaba a su hija resultaban insuficientes para la creciente imaginación de la pequeña. Según iba creciendo fue buscando cada vez más información sobre este camino mágico, primero lo hizo en la biblioteca y cuando ya había leído todo lo que había referente al Camino, comenzó a indagar a través de Internet. Se fue dando cuenta que lo que su padre le decía era lo mismo que algunos peregrinos describían del camino que habían realizado.
Ahora era Isabel quien estaba obsesionada por recorrer este Camino y un día se lo dijo a su padre. Joao al conocer las intenciones de su hija no se sorprendió, sabía que tarde o temprano también ella acabaría recorriéndolo, lo único que lamentaba era no poder acompañarla. Hacía unos años que en su trabajo habían reestructurado las vacaciones y no podía disponer de más de quince días seguidos, los cuales resultaban insuficientes para recorrer todo el camino.
Le dio unos cuantos consejos básicos, no deseaba anular su capacidad de sorpresa abrumándola con mucha información, sabía que era mejor que se sorprendiera con cada una de las cosas que iba a ver y sentir, en lugar de llevar una impresión que no se ajusta a la que se tiene cada vez que se ve una cosa por primera vez.
Como los dos esperaban, el camino de Isabel fue mágico, ahora ya no era Joao quien hablaba del camino cuando por las tardes se sentaban, era Isabel la que tenía que contenerse ya que en ocasiones su boca era impotente para expresar todo lo que estaba en su mente y deseaba contar.
A ese primer Camino, siguió un segundo, luego un tercero y cada vez que Isabel tenía días libres, cogía su mochila, el hermoso bordón que un día le había regalado Joao y se dejaba engullir por cualquiera de los caminos que conducen hasta Santiago.
Pero Isabel echaba algo de menos cada vez que se encontraba en el Camino, añoraba a su padre, deseaba hacer un camino con él, sería maravilloso poder disfrutar juntos de este sendero mágico ya que para ella su padre era la referencia de su vida.
Cuando se lo comentó a su padre, este le dijo que tenían el mismo sueño y deseaba que se cumpliera algún día. Esperarían hasta su jubilación y entonces podrían recorrer juntos este sendero, sería lo único que podría unirles más aún de lo que ya estaban.
De nuevo Joao cogió su pequeña mochila y todas las tardes, cuando salía de trabajar, daba un gran rodeo para volver a su casa recorriendo el perímetro de Lisboa. Quería prepararse bien, no deseaba que un contratiempo o la falta de forma física le hicieran abandonar esta aventura con la que llevaba soñando tanto tiempo.
Fueron planificando juntos su camino, a primeros de Abril era cuando Joao se jubilaba y a partir de esa fecha podían desplazarse hasta el sur de Francia para comenzar juntos su aventura.
Isabel cogía sus vacaciones en el mes de junio, ese sería el mes que dedicarían a hacer su camino. El día uno se desplazarían en autobús hasta Donibane Garazi y desde allí tendrían un mes por delante para llegar a Santiago y disfrutar con la persona más querida para cada uno. Se había llegado a convertir en una obsesión, en ese sueño que tanto anhelaban y que por fin iban a ver cumplido.
Todo iba discurriendo como esperaban, hasta que un fatídico día surgió lo imprevisto, vino la tragedia. Joao comenzó a sentirse mal, lo llevaron al hospital y después de estar dos días ingresado falleció.
Aquello supuso un mazazo para Isabel, había perdido a la persona que más quería y ya no podría ver cumplido el sueño que muchos días los dos compartieron.
Cuando incineraron el cuerpo de Joao, aquella noche Isabel apenas pudo conciliar el sueño. Sentada en el sofá del salón, aquel donde se acurrucaba cada vez que su padre le contaba las hermosas historias que a ella tanto le agradaban. Como si estuviera absorta, permaneció muchas horas con la mirada como perdida; pero su mirada estaba clavada en aquella urna que contenía los restos de su padre. ¿Cómo una persona tan grande y tan vital, estaba reducida ahora a un puñado de cenizas?
Cuando pensó en el puñado de cenizas en el que se había convertido su padre, algo vino a su mente. Cumpliría su sueño, caminaría hasta Santiago y lo haría con su padre, aquella desgracia no iba a hacer que alteraran sus planes.
Con sus manos confeccionó una pequeña bolsa de tela e introdujo en ella las cenizas de su padre, de esta forma, él caminaría con ella y juntos por fin recorrerían el Camino.
Como tenían previsto, el día uno de junio se desplazaron en autobús hasta el sur de Francia y comenzaron a caminar.
En ocasiones, algunos peregrinos observaban como Isabel hablaba sola, lo que todos ignoraban era que estaba hablando con su compañero de camino, era con quien ella compartía los buenos y los malos momentos y sobre todo era quien le daba el ánimo necesario para seguir adelante en los momentos en los que el desánimo y la confusión solían hacer su aparición.
Isabel recordaba de sus conversaciones con Joao aquellos lugares que le causaron una profunda emoción cuando hizo su camino (Roncesvalles, Eunate, Puente la Reina, Estella,….), cuando llegaba a estos sitios, hacía una parada en el lugar que le parecía más hermoso, aquel que seguro que era el que estaba en la mente de su padre cuando le hablaba de él; y se sentaba con calma a pensar en Joao, en esos momentos era donde con más fuerza sentía su presencia.
Antes de marcharse de estos sitios, sacaba la bolsita de tela y depositaba algunas cenizas de su padre, quería que su espíritu permaneciera allí a lo largo de los siglos para alentar a los peregrinos que un día pasarían por aquel lugar. En esos momentos intentaba despedirse de Joao, pero nunca lo conseguía, en su mente surgían siempre nuevas cosas en las que pensar.
Cuando llegó a Santuario, nada más verla, supe que se trataba de una peregrina diferente, había algo que no se puede explicar que hizo que nos comprendiéramos enseguida, y en el momento que nos quedamos solos me contó su historia. Le dije que era muy hermosa y que se encontraba ante su mejor camino, el que siempre recordaría porque estaba caminando con la mejor compañía.
Durante la oración de la noche note como apoyaba su mano sobre algo que estaba en su costado, no hizo falta que me dijera lo que era ya que antes me habló del recuerdo que tenía su padre de aquel lugar, de aquel momento y deseaba que estuviera presente. Esa noche hablé sobre la magia que guarda este camino, que se ha ido formando con esa energía que van dejando los peregrinos. Observé como los ojos de Isabel se volvían vidriosos y una lágrima se deslizaba por su mejilla. Estaba convencido que en esos momentos los dos estábamos pensando en lo mismo.
Cuando a la mañana siguiente le di un abrazo de despedida, la comenté que me gustaría saber como había terminado su camino y sobre todo las sensaciones que había experimentado a lo largo del mismo y en el momento de su llegada.
No pasaron muchos días cuando volví a tener noticias de Isabel, me comentaba que para ella estaba resultando uno de los caminos más duros y exigentes que había recorrido, en algunos momentos se llegó a encontrar con verdaderas dificultades para seguir adelante, pero era en esos momentos cuando sentía como la energía de Joao le hacía superar esos malos momentos.
Se asombró que cuando surgía algún imprevisto o cualquier problema, siempre aparecía la solución en la que ella menos pensaba. Un día se dejó su saco de dormir olvidado, imaginó que había sido en el último albergue, que no lo vio y guardo todas las cosas en la mochila menos su saco. Se encontraba caminando por pequeños pueblos en los que apenas había infraestructuras, hasta que llegara a un pueblo grande, cuatro o cinco días más tarde, no podía ir a comprar otro. Caminaba por una zona montañosa en la que por las noches las temperaturas descendían excesivamente, no le quedaría otra solución que pedir en los albergues que le facilitaran una manta para no pasar frío.
Cuatro horas después de llegar al albergue, apareció un peregrino que hacía el camino sobre su bici con su saco. El hospitalero del albergue en el que había estado, sabía hasta donde iba a llegar y al ver que se había dejado allí algo tan necesario le pidió que se lo llevara.
Era uno de esos imprevistos que como por arte de magia suelen surgir en el Camino porque Santi siempre provee para que ocurran cosas como esta.
Cuando llegó ante la fachada de la catedral, se sentó en el centro de la plaza del Obradoiro y cubriendo su rostro con las manos lloró. Lloró de alegría, lloró de emoción, pero, sobre todo, lloró por qué había cumplido un sueño, había recorrido un camino inolvidable en compañía de la persona que más quería.
El resto de las cenizas de Joao que aún le quedaban en la bolsita de tela, las fue esparciendo para que parte de su padre impregnara para siempre aquel lugar. Trato de despedirse de Joao, pero no hizo falta, sabia que no debía despedirse de alguien que estaría siempre en su corazón.
Apretando con fuerza el torcido bordón, en medio del Obradoiro se le escapó un grito que salió de lo más profundo de su alma.
—¡Lo hemos conseguido!