almeida – 24 de agosto de 2016.
Desde hacía años, Julián había estado pensando que llegaría el día que sintiera cómo sus pies recorrían ese camino del que tanto había oído hablar.
Cuando por fin llegaban las añoradas vacaciones de verano, siempre surgía alguna excusa para dejarlo para el año siguiente. Si no era una chica que había conocido y con la que deseaba intimar un poco más ese mes, era lo que habían planificado sus amigos para pasar juntos unas semanas. El caso era que nunca disponía de ese mes que consideraba necesario para recorrer los casi ochocientos kilómetros que separan los Pirineos de la tumba del santo.
Un año, decidió que no lo demoraría más, ya no habría excusa y fue haciendo oídos sordos a todas las propuestas que le fueron realizando, de ese año no pasaría para ver cumplido el sueño que había ido creciendo en su mente.
Desde que comenzó a caminar, experimentó una sensación que hasta entonces era desconocida para él, todo cuanto veía, la gente que caminaba a su lado, las experiencias que estaba viviendo le resultaron únicas y disfrutó de ese camino como en el mejor de sus sueños pudo algún día pensar.
Cuando regresó a casa, le dio la impresión que había cambiado, ya no era el mismo de antes, no solo lo percibía él, también las gentes con las que habitualmente estaba se lo decían, ya no era el mismo desde que había vuelto de hacer su camino.
Ahora era su tema favorito de conversación y cada día trataba de explicarle a su hermano Cesar lo que significaba el camino para él. Fue tanto lo que insistió que un día Cesar le dijo que cuando les coincidieran a los dos las vacaciones irían juntos a recorrer ese camino del que tanto le hablaba.
Julián trató de hacer la planificación de su nuevo camino pensando en su hermano, no quería que los primeros días tuviera cualquier contratiempo que les impidiera seguir adelante, por eso fue planificando las etapas de una forma suave. Como disponían de todo un mes, ninguna de las jornadas superaría los veinticinco kilómetros, así su hermano disfrutaría sin riesgo de que sufriera una inoportuna lesión que les obligara a abandonar.
Cuando llegaron a Roncesvalles, los dos estaban pletóricos por disfrutar juntos del mes que tenían por delante. Con el paso de los años, sus caminos en la vida habían ido por senderos diferentes y ya no pasaban tanto tiempo juntos como ellos deseaban.
Las primeras etapas fueron muy cómodas, los dos eran jóvenes y casi sin dificultad recorrían la planificación que se habían propuesto. Pensaron en alargar un poco más cada jornada, pero, si lo hacían llegarían mucho antes de lo que habían pensado a Santiago y no sabían cómo ocupar los días que les iban a quedar libres.
Decidieron no madrugar tanto, se levantarían una vez que los demás peregrinos hubieran abandonado el albergue, aun así, les sobraría tiempo suficiente cada jornada para disfrutar del lugar al que tenían pensado llegar ese día.
Así lo hicieron, no salían nunca del albergue antes de las nueve y cuando abandonaban el pueblo ya habían parado en el primer bar que vieran abierto donde desayunaban abundantemente y con una calma inusual para los peregrinos.
Cuando cambiaron su forma de hacer las etapas, desde el primer día, entre las once y las doce de la mañana solían encontrarse con Eladio con quien se detenían un rato a descansar y reponer energías comiendo unos frutos secos y bebiendo esa agua que se va evaporando del cuerpo sobre todo en los días en los que el calor aprieta un poco más.
Eladio era un peregrino diferente a los demás, habían coincidido con él en alguna de las primeras etapas pero no habían llegado a intimar lo suficiente como para mantener una conversación.
Su nuevo compañero de camino, se apoyaba en dos muletas, había tenido un accidente que le obligaba a llevar ese apoyo para poder mantenerse en pie, pero su voluntad era muy fuerte, más que la del resto de los peregrinos. Todos los días antes que el alba comenzara a percibirse, Eladio abandonaba el albergue y comenzaba su etapa. Lo hacía lentamente ya que sus pies no podían dar más de sí y eran frecuentes las paradas que hacía para descansar. Aunque era el primero que abandonaba el albergue, siempre era el último que llegaba a su destino, pero a pesar de ello, se le veía muy feliz, siempre mostraba esa sonrisa que parecía permanente y eterna.
Desde que coincidieron con Eladio el primer día, Julián y Cesar cuando llegaban al final de la etapa esperaban la llegada de su nuevo compañero y le ayudaban a acomodarse en el albergue, en ocasiones el hospitalero les permitía reservar una litera baja al lado de donde ellos habían dejado sus cosas.
Luego, cuando Eladio había descansado, iban juntos a cenar. Era entonces cuando hablaban de sus cosas y sobre todo del camino, de esa jornada que acababan de realizar y cuando Eladio lo hacía se veía en su expresión la emoción con la que iban saliendo de su boca cada una de sus palabras.
Les hablaba de mil detalles que ese día se había encontrado en el camino. El canto del jilguero que había en el chopo después de pasar el río, del murmullo que hacía el agua cuando trataba de sortear las piedras que detenían su avance, del sonido de las hojas del álamo cuando eran mecidas por el viento, incluso de los quejidos que emitía el roble seco cuando sentía que los cambios de temperatura resquebrajaban su tronco.
Según Eladio iba hablando, los dos hermanos le observaban como si todo lo que el anciano les estaba contando fuera nuevo para ellos. Se estaban dando cuenta que todas las sensaciones que estaba teniendo el peregrino ellos las estaban dejando atrás, caminaban a un ritmo tan alto que se estaban perdiendo todas las cosas que el camino le estaba ofreciendo a Eladio.
Un día los hermanos mientras caminaban, fueron comentando todo lo que el viejo les contaba, entonces fueron conscientes que están haciendo caminos diferentes, mientras el anciano disfrutaba cada uno de los instantes que estaba en el camino, ellos dejaban escapar todas esas sensaciones, el fuerte ritmo que llevaban no les permitía apreciarlas y las estaban dejando atrás y lo que era todavía peor ya nunca más conseguirían volver a sentirlas porque cada una solo ocurre en un instante y es irrepetible.
Julián le propuso a Cesar que ya no pasaría ni un solo día más haciendo el camino como lo estaban recorriendo, se levantarían al alba y comenzarían a caminar al amanecer. Cuando vieran un paisaje, un pastor o un riachuelo, algo que rompiera la monotonía de lo que estaban viendo, se detendrían para contemplarlo y sobre todo para saborearlo, sin tener ninguna prisa por reiniciar su marcha.
Ahora solían encontrarse con Eladio después de comer y ya nunca más llegaron al albergue antes que el anciano. Se detenían a contemplar cada recodo del camino y cuando tenían a la vista el pueblo donde ese día finalizarían su jornada, esperaban la llegada de Eladio y los tres accedían juntos al albergue.
Desde entonces, las tertulias resultaban mucho más entretenidas, en ocasiones comentaban algunos detalles que el viejo no había podido percibir y eran los hermanos los que con un brillo especial en sus miradas le iban dando todo lujo de detalles de lo que se habían encontrado.
Julián había aprendido a saborear todo lo que el camino tenía reservado para que él lo descubriera y gracias a Eladio, a partir de entonces todos los caminos que fue recorriendo lo hizo aplicando esa filosofía que el anciano un día le enseñó, ya no caminaba sobre el camino tratando de borrar del calendario una etapa más de la planificación que había hecho, ahora disfrutaba con cada paso que daba y lamentaba que la jornada llegara a su fin ya que ese día no tendría nuevas sensaciones. Solo el sueño le hacía volver a pensar las que le tenía reservadas para la jornada siguiente.