almeida – 23 de abril de 2014.
En muchas ocasiones da la sensación que los peregrinos que transitan por el camino lo hacen con la mayoría de los sentidos cerrados,
puedo llegar a entender que no sepan aspirar ese aroma que desprenden los campos a todas las horas del día, o que no sientan el contacto de todo lo que el Camino les ofrece; incluso que vayan con los auriculares puestos escuchando la radio o sus melodías favoritas en lugar de oír los sonidos con que les obsequia el Camino, el canto de los pájaros, el susurro del agua tratando de alcanzar las partes más bajas de los valles o las chicharras aliviando la inclemencia del calor.
Lo que no llego a comprender, y creo que jamás lo entenderé nunca, es como algunos caminan con su vista fija en el suelo. A veces, en bromas, suelo decir que se trata de geólogos, en lugar de peregrinos, que van buscando esa piedra única que se ha ido formando a lo largo de los años.
Pero no es nada de eso, hay muchos peregrinos que cierran sus sentidos a lo que el Camino les ofrece cada día y cuando terminan su jornada apenas han podido captar esas sensaciones tan especiales que quienes van con la mente abierta consiguen observar.
La jornada que los peregrinos, que habíamos acogido en Santuario, debían superar ese nuevo día, siempre me había parecido una de las más hermosas del Camino. La abundante vegetación estaba con el peregrino a lo largo de la mayor parte de la etapa y el manto verde permanente que teníamos a nuestra vista la convertía en única en aquellos parajes.
Por eso no comprendía como cada mañana, cuando me encontraba en la cocina recogiendo los últimos utensilios que habíamos utilizado durante el desayuno, varios peregrinos esperaran con sus mochilas la llegada del autobús que les hiciera superar ese tramo sin apenas realizar ningún esfuerzo.
Estos peregrinos ciegos iban siguiendo su camino en función de las recomendaciones que les hacía la guía del camino que habían adquirido, según algunos, para tener mayor información de los lugares por los que iban a pasar. Yo creo que la mayoría no leía los comentarios de lo que algunas guías ponían de las maravillas que aquella etapa les iba a proporcionar, sus ojos únicamente veían como el perfil en lugar de ser plano, presentaba algunas oscilaciones importantes que les iban a hacer esforzarse un poco más que otros días, por eso, desde hacía tiempo, ya habían tachado esa etapa de su camino y la harían de la forma más cómoda.
Yo les miraba con algo de lástima, en más de una ocasión me dieron ganas de ir a hablar con ellos y decirles que se iban a perder uno de los tramos más hermosos de todo el camino; pero al final desistía, no quería que me ocurriera como la primera vez que me atreví a ello; vi a un peregrino que, mientras esperaba la llegada del autobús, caminaba ansioso, esperando que este llegara; y cuando me acerqué a darle el consejo que me sentía en la obligación de darle, se excuso aludiendo una lesión que arrastraba y que le impedía afrontar terrenos complicados.
Para reafirmar lo que me decía, fue cojeando algunos pasos, aunque cuando me alejé de él y pensaba que ya no era observado, la recuperación se produjo nuevamente de forma milagrosa.
Quizá sea una decisión del Camino que estas personas no disfruten de determinados lugares para dejar esos sitios un poco más descongestionados para quienes realmente saben como disfrutar de ellos y recibir todas las sensaciones que solo están reservadas para algunos peregrinos.
También me queda la esperanza de que alguno de ellos llegue en un momento a darse cuenta de lo que se ha perdido, sobre todo en esos momentos al final de cada jornada, cuando los peregrinos suelen reunirse para hablar de las sensaciones que el camino les ha proporcionado ese día y cuando se den cuenta que las suyas difieren de las que expone la mayoría, quizás entonces comprendan que están realizando otro camino que no tiene nada que ver del que hacen los que están a su lado.