almeida – 5 de enero de 2015.

173Había llegado al albergue algo después de las cuatro de la tarde. Se sentía eufórico porque había completado una jornada más, otros cincuenta kilómetros.

Deseaba establecer un récord personal, hacer el camino completo desde Roncesvalles a Santiago en menos de quince días.

 

Portaba muy poco equipaje: en una pequeña mochila, apenas había cuatro kilos de contenido. Trataba de ir lo más ligero posible para que el peso no fuera un estorbo que le impidiera disminuir la media de los kilómetros que había programado para cada día.

Le presentó la credencial al hospitalero y le pidió que se la sellara y le indicara dónde podía descansar después de darse una reconfortante ducha.

José Luis, un alma bondadosa del camino, no tiene prisas. Sabe que en el camino no son necesarias, le gusta hacer las co­sas con la calma y la paciencia que requieren. Le invitó a que se sentara, le ofreció agua fresca de un botijo para que se refresca­ra y comenzó a explicarle las normas que había en el refugio.

—Esto es un hospital de peregrinos y solo se admiten a per­sonas con credencial que se dirigen a Santiago.

Le informó que a las ocho se hacía una cena comunitaria en la que podía colaborar si tenía alguna habilidad culinaria especial. Después de la cena, los peregrinos que lo deseaban podían asistir a la oración que se celebraba en un cuarto ha­bilitado para ello, a las diez y media se apagaban las luces del albergue y comenzaba el momento del silencio para el des­canso de quienes se hospedaban en aquella casa. Por la ma­ñana, a las seis y media, se levantaban los peregrinos y desa­yunaban para comenzar una nueva jornada.

El peregrino le dijo que él se levantaría antes. Todos los días lo hacía sobre las cinco para poder hacer los cin­cuenta o más kilómetros que tenía por delante cada jornada ya que él estaba haciendo el camino por deporte y si se levantaba más tarde igual no podría cubrir su objetivo diario.

Con la paciencia que dan los años, el hospitalero dejó que terminara de hablar y trató de hacerle ver que salien­do de noche se perdería muchas cosas que el camino le ofrecía, y si caminaba tan rápido no podría sentir el cán­tico de los pájaros, se perdería el olor de las flores y el aroma del campo, dejaría de contemplar paisajes maravi­llosos, no disfrutaría de tantas y tantas cosas y rincones maravillosos en los que hay que detenerse para contem­plarlos.

Pero lo que es más importante, le dijo que se encon­traba sobre un camino de peregrinación que se mueve por la fe de quienes lo recorren, en el que los peregrinos ex­perimentan y comparten unas vivencias que les enrique­cen y llegan a hacerles cambiar las prioridades que hay en la vida y la valoración de las cosas. Todo ello se lo va a perder si en lugar de recorrer el camino va corriendo por él.

En contra de sus ideas, el hospitalero permitió que se quedara si ese era su deseo. Lo que haría sería habilitar­le un lugar cerca de la puerta de la calle para que pudie­ra dejar el albergue a la hora que deseara. De esta forma no interfería el sueño de los peregrinos que se encontraban descansando en las habitaciones de la primera planta.

Por la mañana, cuando el hospitalero se levantó a preparar el desayuno, encontró limpio y recogido el lugar en que había dado cobijo a este raro peregrino, pero ya no lo vio, se había marchado muchos minutos antes de que él se levantara.

Cinco días después, llegó al albergue una tarjeta postal procedente de una ciudad del norte. No estaba firmada ni traía remitente, tan solo había escrita una frase: «He dejado el camino para no profanarlo».

Al año siguiente, entre muchos peregrinos llegó al hospital uno que le resultaba conocido al hospitalero aunque no recordaba de qué. Eran tantos los peregrinos que se alojaban cada año en aquel refugio que le resultaba imposible acordarse de todos, pero ésta era una de esas caras que el tiempo no consigue borrar.

El peregrino se abrazó al hospitalero. Le recordó que meses antes tuvo la suerte de alojarse en su refugio y lo que inicialmente sólo era un experimento deportivo había cambiado. Se dio cuenta de lo equivocado que estaba.

El día que se marchó del albergue, las palabras que le dijo el hospitalero no podía quitárselas de la cabeza y comprendió la verdad de cada palabra que había oído, calaron en lo más profundo de su alma y antes de terminar esa jornada, cogió un autobús para regresar a casa. No podía, después de lo que había escuchado, seguir mancillando ese sagrado sendero.

Ahora disponía de tiempo suficiente para hacer el camino como peregrino y estaba experimentando todo lo que José Luis le había dicho que se estaba perdiendo. Cada día se enriquecía de todo lo que le estaba aportando el camino.

¡Qué ignorante había sido el año pasado y lo feliz que estaba siendo en estos momentos!

José Luis, en la oración de ese día, realizó un agradeci­miento muy especial porque había nacido un nuevo pere­grino.

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