almeida – 7 de junio de 2014.
Cuando Mercedes llegó a Santuario, al coger su mochila para ayudarla a desprenderse de ella, me di cuenta que llevaba un peso excesivo y se lo dije, así acabaría lamentándolo ya que llevar tanto peso le produce un sobreesfuerzo que al final se acaba pagando.
Me comentó que en parte era por las dos botellas de litro y medio de agua que llevaba, estaban llenas porque las acababa de rellenar en la fuente que se encuentra a poco más de quinientos metros de la entrada del pueblo.
Bromeando le comenté que si necesitaba lavarse cada media hora, en aquella zona disponía de suficientes pueblos, muy cercanos el uno al otro, y si no todos, sí al menos la mayoría, disponían de fuentes públicas en la plaza, la mayoría de ellas procedían de muy buenos manantiales y además de ofrecer un agua muy fresca, también era muy agradable refrescarse en ellas, poner la boca debajo del chorro que producían y sentir esa sensación de ver como va recorriendo y refrescando la mayor parte del cuerpo hasta que llega al estómago.
Me confesó que estaba haciendo su primer camino y tenía que hacer frente a muchos miedos que tenía cuando salió y uno de ellos era quedarse en algún momento sin agua.
Se había llegado a convertir en una obsesión porque no consumía ni la décima parte de la que llevaba, ya que cada vez que llegaba a un pueblo, se acercaba a la fuente y renovaba el agua que llevaba en las botellas y que se estaba calentando. Generalmente, una de las botellas estaba siempre sin utilizar y de la otra nunca había consumido más de la mitad.
Los peregrinos que caminaban con ella, cuando vieron esta fobia de Mercedes, solían burlarse de ella y aunque trataba de cambiar y algunos días salía solo con una botella, cuando llegaba a un bar o una tienda siempre compraba otra porque sentía que le faltaba algo.
Como le gustaba aprender, se fijaba en todo lo que veía y escuchaba lo que decían los que se encontraban a su alrededor. En una ocasión que una de sus compañeras se lesionó, fueron hasta un cuarto de socorro y entró con ella cuando la iban a curar.
El médico que la estaba atendiendo vio que la lesión no era importante, pero la dijo que lo más importante era que bebiera siempre mucha agua para tener el cuerpo hidratado, aunque no sintiera sed era recomendable beber agua con mucha frecuencia.
Aquellas palabras reforzaron la obsesión de Mercedes y de nuevo volvía a salir siempre de los albergues con sus dos botellas de agua, aunque a partir de ese momento hubo días que al reponerlas se encontraba una de ellas casi vacía pues ahora bebía con más frecuencia.
Era tal la obsesión que había llegado a coger, que una tarde que se encontraban en la terraza de la plaza de una ciudad, decidieron comprar unos helados, fue ella quien se encargó de comprarlos y cuando fue a ofrecerle uno a uno de los peregrinos, estirando la mano le comentó:
—¿Quieres agua?
Todos se rieron porque conocían la obsesión que Mercedes tenía con el líquido elemento, que es muy importante e incluso fundamental, pero nunca hasta el punto de convertirse en una obsesión.
Le dije que respetaba su forma de afrontar cada etapa, aunque no podía estar de acuerdo con ella por lo perjudicial que iba a ser para sus rodillas en alguna de las etapas que tenía por delante. De todas formas el Camino le enseñaría como tenía que afrontarlo y antes de llegar a su meta seguro que habría aprendido esta lección.
Cuando por la noche todos los peregrinos estaban sentados en la larga mesa, en lugar de poner, como hacía todas las noches, las tres jarras de agua que solía sacar para que bebieran los peregrinos en la cena en lugares equidistantes de la mesa, las fui dejando todas al lado de Mercedes.
Los que comprendieron esta acción rieron de una forma clamorosa ante el asombro del resto que no sabían lo que estaba ocurriendo.