almeida – 8 de junio de 2014.
Coincidieron en el albergue de Tábara dos peregrinos que venían haciendo distintos caminos y también su forma de recorrerlos era muy diferente. Pero ambos tenían algo en común, habían recorrido casi mil kilómetros cuando pasaron por el albergue.
Uno venía haciendo el camino en bicicleta y había salido desde Valencia y la soledad fue su habitual compañía durante la mayor parte de los días que llevaba en el camino. Ahora que entraba en el Sanabrés, comenzaba a ver peregrinos y a sentirse también él, como uno más, porque hasta este camino apenas había coincidido con media docena de personas que recorrían el mismo Camino que estaba haciendo él.
El otro, venía caminando desde la puerta de su casa en un pueblecito malagueño, lo hacía a la antigua usanza, sin desplazarse en ningún medio de locomoción a un lugar determinado desde donde comenzar.
Les separaban muchos años y curiosamente el que venía en bici que era el más joven, también era el más veterano porque ya había recorrido varios caminos. En cambio, para el malagueño, era su primera experiencia con el Camino.
Pero los dos eran peregrinos y en el albergue, se consigue esa relación entre personas que no se han visto nunca que es muy difícil que ocurra en otros sitios.
Coincidieron juntos durante la cena comunitaria y fue muy distendida la conversación que ambos mantenían porque daba la sensación que se conocían de toda la vida y en la sobremesa, el malagueño comentó que llevaban casi mil kilómetros siguiendo una flecha amarilla y en más de una ocasión se había preguntado porque es siempre amarilla y no de otro color.
El que venía en bici, también se había formulado la misma pregunta en muchas ocasiones, no solo en este, si no en otros caminos y nunca había encontrado la respuesta ni tampoco se lo habían dicho.
En ese momento, cuando sentí que sus miradas demandaban una respuesta, me integré en la conversación y les devolví la pregunta:
-Porque creéis que son de ese color? – les pregunté a todos los que se encontraban a la mesa.
Como era de esperar, fui escuchando las más variadas y casi hasta extravagantes respuestas:
-Porque se ven más que otros colores.
-Porque son claras como los rayos del sol.
-Porque forman parte de uno de los colores del vaticano.
Hubo alguna respuesta más como ha ocurrido en otras ocasiones que se suscita este tema, pero ninguna era la respuesta que aclaraba porqué el color era el que era, y no otro.
Entonces les conté una historia que a mi me gusta a veces compartir, porque describe como en ocasiones la genialidad, surge de las cosas más sencillas y no cabía duda que la idea de la flecha amarilla era genial porque guiaba a miles de peregrinos todos los años por parajes desconocidos para ellos.
A finales de los años cincuenta, un cura menudo, salió del seminario en donde estudiaba teología en Cantabria y cuando fue ordenado sacerdote, le destinaron a uno de los lugares más humildes de Galicia.
Este hombre, de apariencia débil, pero con una energía y una vitalidad asombrosa, era don Elías Valiña y el lugar al que fue destinado era la aldea más recóndita de Galicia, casi en la frontera con las tierras de Castilla.
Cuando don Elías llegó al Cebreiro, se encontró con un lugar cargado de historia, de tradiciones y sobre todo con una energía que miles de peregrinos habían ido dejando allí con el paso de los años.
El cura do Cebreiro, como le conocían la mayoría de las personas y sobre todo algunos peregrinos a los que acogía en su casa, se dio cuenta del potencial que el destino había puesto en sus manos y se propuso recuperar la peregrinación que se encontraba casi extinguida, porque en esos años, apenas medio centenar de peregrinos llegaban a Santiago cada año.
Pero, ¿como conseguir que gentes de otros lugares recorrieran unas tierras desconocidas?. Un genio, generalmente suele buscar las respuestas aplicando la sencillez y eso fue lo que hizo el cura do Cebreiro. Para que los peregrinos siguieran un Camino, había que marcárselo y la forma de hacerlo era con unas flechas en los cruces de caminos que les indicaran el que debían seguir.
Pero eran muchos kilómetros y había que adquirir muchos kilos de pintura que su economía y la de la pequeña parroquia que regentaba no le permitían afrontar, pero de nuevo, el destino, se volvió a aliar con él.
En esas fechas, se estaba haciendo la carretera que conducía a los vehículos a lo alto del puerto de Piedrafita y el buen cura se fue a hablar con el encargado de las obras y les explicó el proyecto que tenía en su cabeza y las necesidades para llevarlo a cabo.
-¿Pintura? – preguntó el encargado de las obras – tenemos una partida grande de pintura amarilla que nos han enviado y no la vamos a utilizar, puede usted llevarse toda la que quiera porque nos va a sobrar.
Don Elías, cargó toda la pintura que pudo en su dos caballos y regresó a por más hasta que se hizo con el acopio suficiente que le permitiera llevar a cabo su obra.
Se dirigió hasta Roncesvalles donde puso la primera flecha con la pintura amarilla que sobraba de las obras y esa fue el comienzo para que los caminos se inundaran con millones de flechas amarillas.
Ratificó esa máxima, que las ideas geniales, generalmente surgen de la sencillez.