almeida –4 de marzo de 2015.

He de reconocer que cada vez que hago el Camino, para mí, representa un esfuerzo importante ya que seguramente no cuento con las mejores condiciones para estar treinta días caminando, pero como dice el refrán “sarna con gusto…”. He aprendido con el paso del tiempo a ser cada vez más pausado y procuro tomarme cada etapa sin muchas pretensiones y disfrutando lo máximo posible. Por eso mis etapas duran generalmente más que a otros peregrinos, me detengo siempre que veo una piedra o contemplo algún paisaje espectacular.

                Aun así, cada año que pasa, se nota un poco más y las lesiones también van produciendo su efecto, por lo que a pesar de la experiencia, sigo terminando de la misma manera que cuando comencé a caminar.

                Por eso, cada vez que veo a alguno de esos peregrinos que ya han superado la barrera de los ochenta y cuando llegan al albergue, ves reflejado el cansancio en sus rostros, pero por sus ojos se escapa una felicidad que pocas veces has visto, me maravillo de la fuerza de voluntad que tienen y confieso que me avergüenzo de esos pensamientos que vienen a mi mente cada vez que finalizo una jornada o termino el camino.

                En algunas ocasiones, las personas que no comprenden eso de la peregrinación, suelen preguntarme por el esfuerzo que tiene que hacer un peregrino y se interesan para saber cómo se puede llegar a superar. Es en estas ocasiones cuando me acuerdo o involuntariamente vienen a mi recuerdo esos peregrinos con los que he coincidido alguna vez y procuro responderles como lo hubieran hecho ellos.

                En una ocasión, me encontraba en uno de esos albergues que los peregrinos esperaban encontrar en su camino. Estaba en uno de los caminos más largos que hay y no me cabe la menor duda que después de recorrer más de mil kilómetros, todos los peregrinos cuando llegaban a su destino le recordaban como el lugar más acogedor que habían tenido en su larga peregrinación.

                Era ya tarde, ya habían llegado la mayoría de los peregrinos que estaban haciendo ese día la etapa y solo podían llegar los más rezagados, esos que caminan muy despacio o los que saben saborear cada uno de los instantes que está caminando.

                Nos encontrábamos preparando la cena para la docena de peregrinos que ese día habían llegado al albergue cuando escuché cómo se abría la puerta de la calle.

                Dejé lo que estaba haciendo y me asomé para ver quién era el que había llegado y me encontré con una persona , bueno, mejor dicho lo primero que vi fue una amplia sonrisa con la que me obsequió el recién llegado y una vez que le respondí de la misma forma, ya me fui fijando en aquel peregrino.

                Era un hombre muy mayor, tenía una complexión más bien delicada y en su rostro se reflejaba ese cansancio que suele albergarse en aquellos que acaban de realizar un esfuerzo que puede llegar a ser superior al que pueden soportar.

                Le ayudé a desprenderse de su mochila y le conduje hasta la cocina donde le pedí que se sentara mientras le ofrecía un vaso de agua fresca. Me lo agradeció con una nueva sonrisa y cuando ya hubo descansado me extendió la credencial para que le pusiera el sello y le registrara.

                Avelino, que así se llamaba el peregrino, contaba con ochenta y cuatro años y era un peregrino veterano, cuando veinte años atrás conoció el Camino, me confeso que le había cambiado la vida y no podía pasar un año sin sentir la sensación que experimentaba cada vez que lo recorría.

                Recordaba perfectamente cada uno de los caminos, su memoria parecía muy fresca, aunque había algunas lagunas en otras cosas, no recordaba si eran seis o siete los infartos que había tenido, según me decía, la edad no perdonaba y estos achaques habían mermado de una forma ostensible sus facultades.

                No me lo podía creer, después de más de media docena de infartos, aquel hombre seguía haciendo cada año un esfuerzo tan importante como el que suponía hacer tantos cientos de kilómetros con la mochila a sus espaldas.

                Me interesé por saber qué era lo que sus amigos y la familia le decían, ya que no era normal que con su edad se dedicara a recorrer los caminos y más después de los problemas físicos que había tenido que superar.

                Avelino, reconocía que cada año le costaba más arrancar, pero una vez que llegaba a su punto de salida, en su mente solo estaba el día que llegaría a su meta y mientras caminaba solo esperaba disfrutar de cada uno de los instantes que estaba sobre el camino.

                -¿Y no han conseguido hacerle desistir? – le pregunté.

                -Siempre me dicen lo mismo – dijo él – tratan de convencerme para que no siga, pero mis argumentos siempre acaban por convencerles.

-¿Y qué argumentos les da? – pregunté.

                -Les digo, que en el camino, únicamente puedo perder la vida, pero eso me puede ocurrir en cualquier sitio, sin embargo, en el camino sé que no pierdo el tiempo y no es mucho el que me queda por delante.

                Tampoco yo pude cuestionar sus argumentos, solo fui ratificando con mi cabeza lo que me iba diciendo, porque estaba convencido que tenía toda la razón y solo envidiaba llegar a su edad con la misma vitalidad y los mismos pensamientos.

                Ahora siempre que me preguntan por ese esfuerzo, trato de poner en mi boca las mismas palabras que una vez escuché en la de Avelino.

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