almeida – 11 de mayo de 2014.

Los curas que tienen encomendada alguna parroquia en cualquiera de los pueblos del Camino, aunque no sean mayores, como el que se encontraba hablando conmigo, cuentan con muchas anécdotas que han ido adquiriendo con el paso de los años ya que por sus parroquias han visto pasar a miles de peregrinos.

Como decía, este cura era relativamente joven si lo comparamos con los que habitualmente él convivía por la cercanía que había en los pueblos de la comarca en la que nos encontrábamos.

La casi media docena de parroquias que tenía a su cargo, procuraba que se encontraran radiantes. Cada vez que observaba el menor deterioro en algún altar o en una talla, preparaba un informe y buscaba cualquier pretexto para ir a la ciudad y reunirse con sus superiores. Era tal la insistencia que ponía para que se restaurara, que aunque hubiera reformas más urgentes que hacer, nadie lo pedía con tanta insistencia y para no tener que aguantarlo, iban subiendo los expedientes con sus reivindicaciones para que se realizaran cuanto antes y de esa forma no escuchar más sus permanentes quejas.

Por eso, cuando te enseñaba cualquiera de sus iglesias, se percibía como con orgullo se detenía en alguna de sus obras, además de explicarte el estilo en el que se había realizado y quién fue el maestro que las elaboró o el mecenas que las financió cuando alguna de estas obras estuvo en peligro de desaparecer. También te contaba como se encontraba antes de su restauración y las vicisitudes que tuvo que pasar para que la obra no siguiera degradándose hasta el punto de que el deterioro la hiciera llegar a desaparecer.

Estaba especialmente orgulloso de una talla de San Roque, que la humedad y el descuido habían conseguido que fuera perdiendo ese brillo con el que el maestro la confeccionó cuando tuvo como destino un lugar destacado en el altar mayor.

Tuvo que recurrir a la iniciativa privada porque en el obispado no hacían más que darle largas y llegó a temer que el paso del tiempo hiciera irreversible su deterioro.

Recurrió a las personas más influyentes de la provincia, hasta que por fin consiguió que una empresa de la localidad se hiciera cargo del importe que suponía su restauración. Él mismo se encargó de supervisar los trabajos y cuando se la entregaron, se sintió muy satisfecho y compensó todos los desvelos que había tenido, ahora casi podía mostrarla tal y como el maestro la sacó un día de su taller antes de depositarla en la iglesia, únicamente le añadieron un largo bastón, que fue lo que mejor se adaptaba para sujetar algunas partes de la talla y fijaba también el aura que llevaba el santo.

Cuando veía en el templo algunos peregrinos, se ofrecía como guía improvisado para que supieran entender y comprender los tesoros que allí tenía en custodia y valoraran el arte que se encerraba en algunas pequeñas iglesias de pueblos que no figuraban en las rutas turísticas.

Según iba mostrando su iglesia y explicaba las características de cada una de las obras que estaban observando, procuraba dejar para el final la talla de San Roque, deseaba explayarse en sus comentarios y que la mayoría de las preguntas giraran en torno a esta obra de la que se sentía especialmente satisfecho.

En una ocasión estaba con un grupo de cuatro turistas y como solía hacer, bordeó el altar mayor por el otro lado para finalizar delante de su talla preferida, pero en esta ocasión una de las turistas deparó en la obra y le preguntó al sacerdote:

—¿Quién es ese señor con una sombrilla que está paseando al perro?

El cura, que nunca se hubiera esperado aquella pregunta, rompió en una sonora carcajada que retumbó en la acústica del templo.

—Ese —dijo tratando de contener la risa —debió ser el que pagó la construcción de la iglesia y puso como condición que le colocaran en un sitio destacado junto al mejor perro de caza que tenía.

A pesar de aquella curiosa anécdota, a los que de verdad amaban el arte, siguió enseñándoles el templo como si aquel comentario nunca lo hubiera escuchado.

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