almeida – 7 de Julio de 2015.

Los peregrinos añejos vuelven muchas veces al camino porque es el único lugar en el que pueden encontrar esa paz que tanto necesitan y que en la vida diaria les angustia y en muchas ocasiones casi hasta les impide respirar.

Todos tienen ese momento especial que el camino les ha proporcionado en una u otra ocasión, son esas sensaciones únicas que muchas veces comparten con quienes caminan a su lado, aunque también nos encontramos a muchas personas que lo guardan celosamente y únicamente se atreven a compartirlo con las personas más allegadas, aquellas que conocen de sobra y saben que cuanto están escuchando no es fruto de una imaginación desbordante.

En cierta ocasión, llegó hasta el albergue un matrimonio que debían andar por los sesenta años, se les veía muy sensatos y sobre todo, eran de esas personas que cada año necesitan respirar lo que el camino les tiene reservado.

Buscaban los meses en los que los caminos casi se desertizan porque huían de las aglomeraciones, querían sentir ellos solos lo que sabían que cada uno de los caminos que recorrían les tenía reservado.

Fue fácil entablar esa conversación que enseguida surge entre los peregrinos porque la soledad que estaban encontrando ayudaba a compartir con alguien lo que la jornada que habían dejado atrás les proporcionaba.

Enseguida la conversación giró en torno a esos caminos que tan bien conocíamos los tres y a las personas que de una u otra forma, hacen que algunos lugares resulten especiales y les fui contando algunas anécdotas que yo recordaba de mis caminatas anteriores.

Se interesaron por algunas historias del camino que ellos habían escuchado en alguna ocasión y fui satisfaciendo su curiosidad, deleitándome como me gusta hacerlo cada vez que las cuento.

Percibí que en un momento en el que contaba alguna historia de esas que están entre la realidad y la leyenda, él la miró como si con la mirada la animara a compartir algo conmigo, pero ella era reacia a hacerlo hasta que finalmente se lo dijo directamente:

—Cuéntaselo, que seguro que el hospitalero sabe comprender lo que le vas a decir.

Me quedé esperando ver cuál era la reacción de la peregrina y finalmente se animó a compartir esa historia que en una ocasión había vivido y que muy pocas veces se había atrevido a compartir con los demás.

En ese camino, el grupo estaba formado por cinco peregrinos que se habían ido agrupando y disfrutaban caminando juntos.

Cuando llegaron juntos a la fuente del vino, al ver el desnivel que tenían por delante, Aurora, como era su costumbre comenzó a caminar la primera, fue marcándose un ritmo constante que mantendría hasta que se cansara. Los demás ya conocían su costumbre por lo que la dejaron ir y ellos siguieron al ritmo con el que hacían cada jornada, parando cada uno o dos kilómetros y luego se encontraban con la más adelantada que solía esperarles en cualquier punto interesante del camino.

El ritmo que se había marcado no ceso ni tan siquiera en algunos desniveles importantes que había en el ascenso por lo que cuando llegó al primer pueblo, se encontraba bastante cansada y en la plaza del pueblo vio un banco de madera y se fue derecha a él para descansar antes de afrontar el resto de la subida.

No se percató de un hombre mayor que se había acercado a ella por la espalda y cuando se encontraba a su lado le dijo:

—Buenos días peregrina, vienes caminando muy rápido.

—Es que si no lo hago de esta forma, me canso enseguida —respondió Aurora.

—¿Quieres que te ponga un sello en la credencial? —le dijo el anciano.

—No —respondió ella —estoy esperando a unos amigos que vienen por detrás.

—Como no tengo nada más importante que hacer, te acompaño mientras los esperas —dijo él.

Hablaron del tiempo, del camino y de algunas otras cosas que a Aurora le resultaron intranscendentes y durante el tiempo que estuvieron en el banco hasta que llegaron sus amigos, en contra de su costumbre, Aurora en lugar de mirar a los ojos de la persona con la que estaba hablando, se encontraba con la mirada perdida en la lejanía, en el camino que ya había dejado atrás como si tratara de ver por donde aparecían sus amigos.

Cuando se agruparon de nuevo todos, el anciano les propuso que le acompañaran a su casa, quería mostrarles una piedra que les iba a gustar y también deseaba regalarles un bordón para que les acompañara en su camino y de paso, sellaría las credenciales de todos.

Ellos le siguieron y Aurora se incorporó y aunque en aquel momento no se dio cuenta, seguía sin mirar los ojos de aquel anciano que se mostraba especialmente amable con los peregrinos.

A todos les encantó una bonita piedra que había en el patio de su jardín que según comentaba él, la había encontrado en un bosque de las cercanías y por su belleza la había trasladado hasta su casa para que también los peregrinos disfrutaran de ella.

También les mostró una larga hilera de palos que se encontraban apoyados en la pared, eran varas rectas de avellano de diferentes tamaños y grosores y les dijo a los peregrinos que cogieran cada uno el bordón que estaba destinado para ellos.

Cuando Aurora se disponía también a escoger el suyo, el anciano la cogió de la mano y apartándola de los demás, le dijo:

—El tuyo lo eliges luego, ahora ven conmigo que tengo para ti una cosa especial, te voy a cambiar esa vieira que llevas por una que está reservada para ti.

Aurora no comprendía lo que el buen hombre trataba de decirle, para qué quería él su vieira, un souvenir que había comprado en una tienda y que era como las demás y sin ningún valor aparente.

Cuando le mostró la que según el viejo estaba destinada para ella, a Aurora le encantó, era una vieja concha muy desgastada por la fricción del agua y la fuerza de las olas y le pareció que era la más bonita que había visto nunca.

Cuando el viejo tomó en sus manos la vieira sujetándola por un cordón y se dispuso a ponerla en el cuello de Aurora, como se encontraba frente a ella, ésta levantó la mirada y se quedó muda, su cuerpo comenzó a temblar porque aquella mirada era la misma de su hermano que se había muerto un año antes.

No se atrevió a decir nada, sólo dejó que el anciano siguiera poniendo la viera en su cuello y éste debió percatarse de la turbación que había en aquel cuerpo y sin dejar que ella dijera nada, le comento:

—Acepta el regalo que se te da hoy, porque este regalo estaba destinado para ti, para que te acompañe en este y en los caminos que todavía te quedan por recorrer.

Según escuchaba al viejo, estaba viendo la viva imagen de su hermano, no solo los ojos, también los gestos y la dulzura que ponía en cada una de las palabras que decía, era como si su hermano se las estuviera diciendo.

Cuando salieron de allí le contó a su marido las sensaciones que había tenido y éste confirmó que también aquella mirada le recordaba al ser que les había dejado un año atrás.

Aurora me enseñó esa vieira que desde entonces la acompaña en todos los caminos y se siente segura con ella porque sabe que cuando se encuentra caminando, nunca lo hará sola, siempre tendrá a su lado a quien había creído perder tiempo atrás.

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