almeida – 24 de abril de 2014.

Algunos días salían de Santuario peregrinos que no deseábamos que se marcharan porque habían dejado una huella profunda en nosotros a pesar de que solo habíamos compartido unas pocas horas de su camino.

En estas situaciones, a veces, cuando ya habíamos terminado las tareas que teníamos que hacer para que los que llegaran ese día encontraran confortable Santuario, decidíamos ir con el coche hasta los siguientes pueblos para saludarles y compartir con ellos otros minutos más para nuestro recuerdo o hacer una visita a otros hospitaleros.

Recuerdo un día que llegamos hasta el albergue donde se encontraba Pedro, era un viejo hospitalero para el que ni el camino ni los peregrinos tenían ningún secreto, nada más verles traspasar la puerta de su casa ya sabía como se iban a comportar durante el tiempo que estuvieran con él.

Pedro acogía a los peregrinos en un viejo caserón, en algunas cosas me recordaba a Santuario, aunque no tenía esa magia que se respiraba nada más entrar en el lugar en el que yo me encontraba.

Lo primero que llamaba la atención de Pedro era sus cabellos, se habían vuelto del color de la nieve y todo en él transmitía calma y algo de bondad, esos estados de ánimo que se van adquiriendo en este sendero de ensueño en el que todos los sueños se hacen realidad y donde en ocasiones a pesar de creer saberlo y haber visto todo, siempre hay algo de espacio para la sorpresa.

Nada más vernos llegar, Pedro nos condujo hasta la cocina donde de un cajón saco tres pequeños vasos que puso alrededor de una botella sin ninguna etiqueta que identificara lo que contenía. Era uno de sus brebajes que a partir de un destilado de la uva dejaba durante tiempo macerar con algunas hierbas que encontraba por los alrededores de su casa.

El licor avanzó hacia nuestros estómagos quemando la parte de la garganta por la que se deslizaba. Después de hacer una exclamación de agrado y dolor, le comenté que estaba muy bueno y le pedí que me dijera como lo había hecho.

El bueno de Pedro trató de darme la receta, pero no se acordaba exactamente de las hierbas que había puesto para macerar y mucho menos de las cantidades, cada vez que hacía uno de sus destilados, aunque siempre seguían el mismo patrón, eran siempre diferentes ya que los ingredientes que ponía eran los que tenía a mano y era su criterio la medida que solía emplear.

Como suele ocurrir en estos casos, cuando dos o más amantes del camino están en una mesa con un vaso en la mano, el monotema de conversación es aquello que nos apasiona a ambos; las historias y las anécdotas iban surgiendo de nuestra boca sin dejar hablar a los interlocutores que estaban a nuestro lado.

El viejo Pedro, se quedó pensando y me contó una historia que me resultó muy divertida y cada vez que viene a mi mente, aunque me encuentre solo, no dejo de hacer una mueca sonriendo, pensando en la situación que se debió producir.

Un día llegaron dos peregrinas muy hermosas, según afirmaba Pedro, parecían dos diosas. El viejo, nada más verlas entrar por la puerta fijo sus ojos en ellas. A pesar de su avanzada edad, Pedro sabía todavía apreciar las cosas buenas y no cabía duda que quienes habían accedido a su casa destacaban sobre las personas que habían llegado desde hacía mucho tiempo.

El viejo se esmeró en el recibimiento, siempre era amable con los peregrinos, pero en esta ocasión su desvelo fue algo inusual. Mientras tomaba sus datos y sellaba sus credenciales las ofreció una infusión acompañada por unas pastas que una vecina hacía especialmente para él en su horno de barro alimentado por leña que solo en contadas ocasiones ofrecía a alguno de los peregrinos.

Las acompañó hasta uno de los cuartos que había en su casa, era el más pequeño, con capacidad para solo dos personas, quizá en su subconsciente pretendiera que nadie más disfrutara con aquella visión que estaba iluminando los rincones de la vieja casa.

Mientras las peregrinas se despojaban de la escasa suciedad que se había acumulado durante la jornada en sus cuerpos con una reconfortante ducha, el viejo se puso manos a la obra para obsequiarlas con una suculenta y agradable comida.

El sofrito de verduras que tenía en la cazuela se iba pochando suavemente, inundando con su aroma todos los rincones de la casa, Pedro se sirvió un vaso del brebaje que guardaba para las ocasiones especiales y sin darse cuenta se puso a canturrear alguna canción que estaba escondida en su recuerdo, se sorprendió al darse cuenta que estaba cantando, pero que importaba, se encontraba alegre y tenía que manifestarlo de alguna forma.

Cuando más enfrascado se encontraba en sus quehaceres, algo asustó al viejo hospitalero, un grito desgarrador procedía de la habitación donde había dejado a las peregrinas.

Dejó todo y subió corriendo las escaleras y sin llamar a la puerta, la empujó esperando ver algo desagradable en el interior, ya que en los pocos segundos que pasaron desde que había escuchado el grito, varias cosas pasaron por su cabeza (un resbalón en la ducha, un mareo, quién sabe cuantas cosas pueden ocurrir en una casa tan vieja).

Al tener una completa visión del cuarto, Pedro se quedó petrificado, sobre una silla estaba casi de pie una de las peregrinas y la otra, la que le había parecido más hermosa al viejo, se encontraba de pie encima de la cama, estaba desnuda y solo una pequeña braguita trataba de ocultar sin conseguirlo sus lugares mas íntimos.

Al ver entrar al hospitalero, la peregrina que se encontraba semidesnuda en la cama se abalanzó hacia Pedro cogiendo fuertemente con sus brazos el cuello del viejo. Este, al sentir el pecho de la joven que estaba muy cerca de su cara, casi llegó a marearse por el placer olvidado que regresaba a su cuerpo y por unos instantes unos sueños perdidos volvieron a algún lugar de su mente.

—¡Mátelo, mátelo! —decía muy excitada la hermosa peregrina.

Pedro no entendía, por más que trataba de mirar a los rincones que había en el cuarto para ver que había asustado a la joven, sus ojos inconscientemente como si se tratara de un potente imán se habían posado en el pecho de la joven y no se apartaban de ese hermoso lugar.

—¡Mátelo, mátelo! —seguía insistiendo la joven, esta vez señalando a uno de los rincones del cuarto cerca del armario.

Entonces Pedro se percató de un pequeño ratoncillo que se había introducido en la casa y asustado por los gritos se había quedado en aquel rincón inmóvil, sin saber como reaccionar.

¿Cómo voy a matarlo? Pensó Pedro, tendré que bendecir su llegada por haberme dado este placer inesperado.

Con calma, como si no tuviera ninguna prisa, apretó contra su pecho a la peregrina, la levantó de la cama y la llevó hasta una silla donde con suavidad la dejo aislada del suelo. Entonces fue a donde estaba inmóvil el ratoncillo y no le supuso ningún esfuerzo cogerlo, pues el pobre animal se había quedado paralizado del susto que los gritos le habían producido.

En lugar de arrojarlo a la calle, lo dejó en una caja de cartón que tenía en el almacén donde guardaba muchas cosas y muchos recuerdos; y fue a la cocina a buscar un pedazo de queso para recompensarle por el momento tan especial que le había proporcionado.

Desde ese día, el tendero donde Pedro hacía las compras, se sorprendió ya que a diario el viejo compraba un pedazo de queso del más curado, en lugar del queso tierno que estaba acostumbrado a comer casi todos los días como aperitivo.

También el ratoncillo, algunas veces, abandonaba la caja dócilmente, cuando la mano de Pedro lo cogía y lo llevaba al cuarto en el que se conocieron, donde observaba en silencio y escondido debajo del armario a las peregrinas que estaban en él, pero estas no gritaban como lo habían hecho aquellas que vio el día que el viejo hospitalero decidió adoptarlo.

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