almeida – 23 de Julio de 2015.
Las ilusiones y las esperanzas que algunos peregrinos llevan encima mientras recorren el camino, son muy especiales y sobre todo personales y difícilmente transferibles.
Muchos peregrinos realizan su camino por esa promesa en agradecimiento de una causa que creían perdida y otras es para que la suerte o el bienestar de alguien muy cercano pueda dar un cambio y experimentar esa mejoría tan necesaria.
Son esos sueños que un día se rompieron y esperan encontrar en el Camino la respuesta para poder volver a recomponerlos, pero no siempre es así, algunas personas cargan en esa mochila mental deseos y pensamientos que no pueden ser compartidos con el resto de los que caminan a su lado porque difícilmente van a poder comprenderlos.
Mercedes, era una de esas peregrinas que parecía sentir cada uno de los pasos que daba en el camino porque lo hacía con una devoción especial, tan especial que llamaba la atención de quienes frecuentemente caminaban con ella que veían en aquella mujer un ser piadoso diferente a los demás.
Era de mediana edad y en los días que coincidí con ella en el Camino, no la vi sonreír en ningún momento, daba la sensación de cargar con una pena muy pesada que no le permitía expresar nada más que su dolor.
Cada vez que llegábamos a un cruceiro de los que abundan en los caminos, ella se despojaba de la mochila y se arrodillaba en una posición muy sumisa y permanecía así durante varios minutos con la mirada perdida en aquella cruz de piedra.
En los templos por los que pasaba el camino, si se encontraban abiertos penetraba en su interior y rezaba y rezaba sin prisa por reiniciar su camino y cuando el templo se encontraba cerrado, siempre buscaba ese lugar especial en el que poder manifestar todos los sentimientos que guardaba en el interior de su alma.
Siempre estaba pendiente de las necesidades de los demás y cuando se percataba que alguien flaqueaba, Mercedes se acercaba a su lado para aliviar las penas de quien las estaba padeciendo y eran los momentos en los que se podía percibir un poco de felicidad en su semblante.
Todos nos preguntábamos que sería lo que tanto atormentaba a aquella mujer, pero nadie nos atrevimos a preguntárselo, debía ser algo tan especial que seguramente nadie poseeríamos las palabras necesarias para aliviar aquel alma tan atormentada.
Fueron pasando los días y cada jornada, estábamos más pendientes de aquella mujer porque era la persona especial de ese heterogéneo grupo que en ocasiones reúne el Camino.
Cierto día, llegamos a uno de esos albergues en los que se comparte algo más que la cena, es uno de esos lugares en los que la espiritualidad de este sendero se respira en cada uno de los rincones porque la acogida a los peregrinos se hace de la forma tradicional y los hospitaleros que están al cuidado del albergue, tienen la experiencia suficiente para saber cómo deben de tratar a cada uno de los que llegan hasta allí.
También Mercedes se dio cuenta que se encontraba en uno de esos lugares del Camino en los que puedes llegar a sentir esa paz que algunos tanto necesitan y desde el mismo momento que llegó, estuvo conversando con un viejo hospitalero con el que parecía encontrarse especialmente cómoda y aunque seguía con un gesto serio, se percibía un brillo en su cara que otros días nadie le habíamos visto.
Cuando llegó la hora de la cena, algunos colaboramos para que todo estuviera dispuesto para los peregrinos que se encontraban en el albergue y Mercedes fue una de las que más ayudó porque se encontraba especialmente a gusto haciendo cosas para los demás.
Una vez que la cena hubo terminado, el viejo hospitalero nos comentó que nos encontrábamos en un hospital de peregrinos con tradición cristiana y quienes lo deseáramos podíamos compartir en una pequeña capilla unos momentos con los demás peregrinos y la mayoría aceptamos la invitación.
Después de unas palabras del anfitrión sobre el significado que debíamos darle a lo que estábamos haciendo, porque nos encontrábamos recorriendo un sendero de peregrinación y la fe era lo que había mantenido este camino inalterable con el paso de los siglos.
Pidió que quien lo deseara, compartiera con los demás las sensaciones que estaba teniendo o los sueños que le habían llevado hasta allí y uno tras otro fueron diciendo unas palabras y cuando llegó el turno de Mercedes, todos los que habíamos caminado con ella, pensamos que como hacía siempre, dejaría que esos sentimientos fueran fluyendo a través de su mente pero con los labios cerrados como era su costumbre.
– Señor – dijo Mercedes ante el asombro de todos los que nos encontrábamos allí – una vez más, humildemente te pido que te lleves a mi marido a tu lado, que deje ya de sufrir porque vivir como lo está haciendo él conectado a una maquina representa un sufrimiento que no se merece porque siempre ha sido un hombre bueno.
Todos nos sorprendimos por las palabras y por el contenido de las mismas porque difícilmente podíamos imaginar que fuera haciendo aquella peregrinación para una causa tan justa como la que acabábamos de escuchar.
Desde ese momento, creo que todos fuimos mucho más comprensivos y tolerantes con Mercedes, buscando la forma de aliviarla de aquel peso tan grande que llevaba encima.