almeida – 30 de agosto de 2014.

Tenemos en demasiadas ocasiones un desmedido apego a las cosas, lo cual no es malo en esta sociedad de consumo en la que nos ha tocado vivir donde cada cosa suele tener una vida muy efímera, condicionada por las modas y cada vez se reemplaza con más facilidad.

Pero siempre hay algunas prendas o utensilios que nos traen demasiados recuerdos para que nos desprendamos de ellos y en el Camino, una camiseta, una gorra, un bordón, un pin o una mochila, son algo más que aquello para lo que la adquirimos, con el tiempo se han llegado a convertir en esa parte esencial sin la que nuestro camino no puede ser el mismo y cuando observamos que se deteriora, la remendamos una y otra vez hasta que la dejamos en condiciones para que nos pueda ser útil.

He tenido la ocasión de ver como peregrinos a los que se les había extraviado el bordón se sentían incapaces de dar un paso más sin él, porque para ellos ese simple palo, era su compañero de camino y no concebían recorrerlo sin tener a ese apoyo tan fundamental en muchos momentos.

Así podríamos ir describiendo cada una de las prendas o de los amuletos que algunos llevan consigo que a veces parecen girones de algo que ha sido desechado y arrojado a la basura por inservible, pero para quien lo llevaba era una de las partes esenciales y que daba sentido a lo que estaba haciendo.

Hay algunos elementos que nos acompañan habitualmente a los que es conveniente darles un merecido descanso, a pesar de lo extraños que podamos sentirnos sin ellos los primeros días, es necesario incorporar nuevos elementos que van a hacer la misma o mejor función que los que ya lo han dado todo.

Recuerdo a una hospitalera que después de media docena de caminos, decidió darle la jubilación a su mochila y se la regaló a su hija. Ella se compró una que resultaba mucho más anatómica y le iba a crear menos dolores de espalda que la que tenía. Pero, desde el primer día de su nuevo camino, no se pudo adaptar a la nueva mochila que cargaba a su espalda y ese camino nunca fue lo que se había imaginado con antelación.

Pero, lo que no esperaba ver nunca, era una mochila como la que he tenido ocasión de contemplar recientemente. La llevaba Umberto, uno de esos como yo suelo decir cariñosamente Locos del Camino.

Cuando conocí a este peregrino, llevaba en sus piernas más de cuarenta caminos, en esa ocasión se encontraba recorriendo el Camino Sanabrés y había partido desde la capital hispalense. Umberto era uno de esos peregrinos fetichistas y carismáticos que llevan encima todos los símbolos imaginables del Camino. Todos cabían en su amplia mochila, un utensilio de esos que se hacían antiguamente que parecían una caja rectangular con correas y que la estructura estaba sujeta con hierros que sobresalían de la tela de la mochila que debía pesar vacía varios kilos. Nada que ver con las cosas modernas que llevan la mayoría de los peregrinos que buscan en este elemento algo cómodo y poco pesado que les ayude a afrontar las numerosas etapas que tienen por delante. Pero a Umberto, se le veía feliz con su mochila, no concebía recorrer el camino con otra, porque se había acostumbrado seguramente a aquel armatoste que llamaba la atención a quienes lo contemplaban.

Unos meses después, en el mismo lugar, volví de nuevo a ver a Umberto que estaba otra vez recorriendo el mismo Camino con su inconfundible mochila a sus espaldas que abultaba casi tanto como él. Hablamos durante mucho tiempo porque a este peregrino era lo que le sobraba y deseaba disfrutarlo conversando con los demás, sobre todo con aquellos que se entendía fácilmente porque hablaban el mismo idioma, el idioma del peregrino, conversamos sobre el Camino y en un momento, esta giró en torno a su mochila, al servicio que le había dado y al cariño que la tenía y Umberto comenzaba a ser consciente que ya había cumplido con creces la misión para la que fue adquirida y se merecía un descanso en el Santuario que el peregrino había convertido su casa de Pistoia en Italia.

Según me confesaba Umberto, aquella mochila le había acompañado durante casi tres lustros y juntos, habían recorrido más de cincuenta y cinco mil kilómetros en todos los caminos que el peregrino había caminado.

Reconocí que ya era el momento obligado de ese merecido descanso y desde el lugar de honor que seguramente ocuparía en el Santuario donde Umberto la iba a poner, seguiría recogiendo muchos de los símbolos de futuros caminos que siempre el peregrino la ponía en uno u otro lugar para adornarla convenientemente.

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