almeida – 2 de noviembre de 2014.

Juan aún no había cumplido los cuarenta y cinco, pero su apariencia era de un hombre de más de sesenta años, la silicosis y la dureza del trabajo en la mina habían ido con­sumiendo y envejeciendo su cuerpo hasta unos límites ex­tremos.

Era su primer día en el camino y destacaba entre el resto de los peregrinos que nos encontrábamos en el albergue, había algo en él que nada más verle entendías que buscaba en el camino algo diferente a la mayoría de los peregrinos.

Se sentó a cenar en una de las mesas largas hechas de madera de pino y de una bolsa de tela extrajo un trozo de chorizo y un taco de queso que fue troceando con una navaja muy afilada que contrastaba con el rústico mango de madera.

Partió varios trozos de queso y nos los ofreció para que le acompañáramos. Nosotros sacamos nuestra cena y la compartimos con él, lo acompañamos con una botella de Rioja que Carlitos había adquirido en una de las tiendas que había cerca del albergue.

Juan nos confesó que se encontraba derrotado. Había pensado ponerse en camino dos días antes y no estaba pre­parado. Sólo había recorrido poco más de veinte kilómetros y tenía agujetas en todo el cuerpo, además de rozaduras en los muslos que se los habían dejado en carne viva, no podía dar un paso más y se temía que por la mañana no podría continuar.

Le aconsejamos que lo dejara y reiniciara el camino en otra ocasión, ya que debía disfrutar caminando y si no podía hacerlo así, lo mejor era abandonar. Ya encontraría un me­jor momento para hacerlo ya que el camino no se iba a mo­ver del lugar en el que estaba.

Juan nos miraba extrañado. Como disfrutar del camino para él era una penitencia, no comprendía que hubiera per­sonas que disfrutaban caminando largas jornadas con pe­nurias y pasando calamidades.

Para Juan el camino no era una aventura ni una eva­sión. Era una deuda contraída veinte años atrás cuando su hijo de dos meses enfermó de repente y, ante la ausencia de un médico en las proximidades de la aldea donde vivía, solo contó con el párroco quien al ver la gravedad de la criatura le dio la extremaunción. En la soledad de la no­che, Juan, desesperado, esperando el fatal desenlace y con la impotencia de no poder hacer nada, se acordó de San­tiago y le prometió que si salvaba a su hijo haría como pe­nitente una peregrinación hasta su templo en las tierras gallegas.

Una vez recuperado, la promesa fue quedando en el ol­vido, aunque la conciencia en ocasiones le recordaba su deuda. Pero Juan buscaba cualquier excusa para justificarse por no cumplirla, hasta que unos días antes su hijo tuvo un accidente de coche y se le removió la conciencia sintiéndose culpable por la deuda no satisfecha, por lo que para no se­guir tentando a la suerte se dispuso a cumplirla cuanto an­tes.

Al día siguiente afrontábamos la ascensión a tierras galle­gas. Juan, que se había levantado muy pronto, estaba espe­rando a que saliéramos para no sentirse solo en el camino.

Éramos las dos personas con las que había establecido una relación y deseaba llegar con nosotros a Santiago.

Cuando llevábamos recorridos pocos kilómetros, una de las correas de la mochila de Juan se rompió. Él no le dio importancia y colocó su mochila al hombro. Era una vieja mochila que conservaba de cuando realizó el servicio mili­tar, con correas de cuero y grandes hebillas metálicas. Bus­camos en el siguiente pueblo un zapatero que pudiera po­nerle unos remaches ya que en la situación que caminaba, si llevaba la mochila de forma descompensada acabaría su­friendo más lesiones.

El ascenso al Cebreiro fue una dura prueba para Juan, nos pidió que nos adelantáramos y le dejáramos ir a su rit­mo, ya que si trataba de amoldarse al nuestro acabaría las­timándose.

Cuatro horas después de nuestra llegada al albergue vi­mos como lo hacía Juan. Venía desencajado y en muy malas condiciones. Nos apresuramos a liberarle de la mochila, le acompañamos hasta una litera en la que se tumbó y no se movió en el resto del día, ni tan siquiera para cenar.

Los siguientes días Juan fue mejorando. Le animába­mos diciéndole que lo peor ya había pasado y parecía que al final caminaba con más alegría, o por lo menos eso era lo que él nos transmitía. Su caminar era más ligero y las mo­lestias comenzaron a remitir.

Su ánimo fue cambiando. Cada vez se le veía más feliz porque se sentía capaz de conseguir su objetivo, bromeaba con algunos peregrinos y fue ampliando sus amistades, ya no caminaba siempre con nosotros aunque solíamos coin­cidir en los finales de cada etapa, cambiábamos impresio­nes y compartíamos todo lo que los peregrinos comparten en los momentos de convivencia.

La última etapa, salimos juntos del albergue de Pedrouzo y al llegar a la capilla de San Marcos en el Monte do Gozo, se arrodilló y como un niño rompió a llorar. Supongo que en las lágrimas iría arrojando de su cuerpo la angustia que lle­vaba acumulada durante veinte años.

La emoción no le dejaba pronunciar ninguna palabra, un nudo se había apoderado de su garganta impidiéndole decir nada. Cuando llegó a la plaza del Obradoiro, nos abra­zó y lloró de nuevo. Ahora era feliz, había saldado su deuda, aunque creo que al abrazar al Santo comprendió que éste nunca se la había reclamado. Lo que comenzó siendo una obligación, le había ido transformando llegando a captar ese espíritu del camino, porque cuando nos despedimos me confesó que volvería a hacer el camino solamente para po­der disfrutar de la magia que encerraba.

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