almeida – 1 de enero de 2015.
En esos años, era frecuente que los maestros además de enseñar con la enciclopedia, lo hicieran con el palo, porque las mentes que tenían que
educar estaban siempre pensando en las trastadas que ese día iban a hacer y las letras les entraban por un oído y les salían por el otro.
Cuando menos lo esperaban llegaban noticias de alguna barrabasada que cualquiera de los alumnos acababan de hacer y la disciplina se aplicaba generalmente con la punta de una vara de avellano o de negrillo que era lo único que podía enderezar a aquellos rebeldes.
Pero también en esas situaciones, los niños querían demostrar su hombría y según se iban descargando las fustas sobre sus nalgas, si se encontraban en presencia del resto de la clase nadie se atrevía a emitir el más ligero gemido o hacer ninguna mueca de dolor porque eso le restaba el valor y la hombría que quería que le vieran los demás.
Los chicos habían establecido una conducta en la que las reglas se aglutinaban en una, para demostrar su hombría era necesario de vez en cuando pegarse, porque eso era de machos y de alguna manera tenían que diferenciarse de las niñas.
Se fueron estableciendo cuadrillas dependiendo del barrio en el que vivieran, estaba la del Reloj, la del Barrio de San Fabián, la de San Lorenzo y la de la Cañada.
Cada cuadrilla estaba dirigida por un capitán que era elegido entre sus miembros, siempre se escogía al más bruto de todos y la mayoría de las veces no era necesaria esta elección ya que él mismo se autoproclamaba.
Cuando llevaban un tiempo de inactividad o simplemente cuando llegaba el momento necesario para expulsar la mala leche que se iba acumulando entre cualquiera de los integrantes que querían algo de actividad, los capitanes de dos cuadrillas se retaban y se solían citar en la bajura que hay por encima del silo y allí se iban concentrando las fuerzas de una y otra cuadrilla hasta que los capitanes daban la orden de ataque y a partir de ese momento se rompían las normas, valía todo lo que hubiera a mano.
Lo más frecuente era ir provistos de hondas o de tirachinas, pero valía todo, palos piedras y cualquier elemento contusionante que se tuviera a mano.
El que recibía una pedrada y quedaba escalabrado, aguantaba como podía el dolor mientras taponaba la herida y contenía la sangre, pero era raro ver emitir quejidos de dolor, porque no estaba bien visto y te marcaba para mucho tiempo.
Cuando ya había suficientes heridos y la sangre se veía por donde se mirase, o se hacía un alto el fuego o los que estaban llevando la peor parte silenciosamente se iban plegando en retirada, pero aquí no se terminaba la batalla porque generalmente al llegar a casa y no poder convencer de los motivos que habían ocasionado aquellas heridas, provocaba una reprimenda acompañada de algún zapatillazo o un cintazo por parte de los progenitores.
En ocasiones, estas peleas se sofisticaban dependiendo de la película que se hubiera visto esa semana, cuando había alguna película de romanos o de otras civilizaciones antiguas, se preparaban unos escudos y unas lanzas y cada uno tenía su papel representando a uno de los protagonistas de la última película.
En cierta ocasión causó furor una película de indios, era una de las pocas en las que los indios resultaban los vencedores y Emeterio ya se imaginaba emulando a Sittin Bull rodeando al General Custer y a su séptimo de caballería y durante esa semana cada uno de los integrantes de la pandilla era uno de los lugartenientes del gran guerrero indio.
Pero no terminó ahí la imaginación de aquellos niños, se fueron en busca de unas buenas varas de negrillo y con el alambre de los frenos de las bicicletas que ya no servían confeccionaron unos arcos que ya los quisieran para sí los apaches y los comanches.
Para hacer las flechas emplearon varas de mimbre y como punta de la flecha utilizaron las varillas de algunos paraguas inservibles.
Cuando tuvieron todo a punto, ya se veían como los protagonistas de aquella película, solo les faltaban las plumas y pintarse la cara con las pinturas de guerra, pero cada cosa tenía que llegar a su tiempo y ahora las órdenes de Emeterio eran que todos debían probar si los arcos funcionaban correctamente.
Cada uno fue proponiendo un blanco y mientras caminaban decidiendo sobre cual de las propuestas descargarían sus mortíferas flechas, vieron pastando una mula y no hizo falta que nadie dijera nada, aquel era el blanco perfecto para hacer las prácticas.
Todos los miembros de la cuadrilla se pusieron a la distancia que Emeterio les dijo, nadie podía rebasar el muro de aquel prado y cuando todos estuvieron preparados, la orden de fuego que salió de los labios de Emeterio destensó todos los arcos y las flechas salieron veloces en dirección al blanco que se habían asignado.
El pobre animal, al sentir como dos de aquellos artefactos se introducían en una de sus nalgas y un tercero penetraba por su barriga lanzó un rebuzno desgarrador mientras saltaba y corría sin saber que dirección tomar pero con unas muestras de dolor ostensibles.
Todos se sentían orgullosos del resultado y aseguraban que su flecha era una de las que había impactado en el blanco mientras se alejaban de aquel lugar para no seguir escuchando los lamentos de aquel infeliz animal y sobre todo por la precaución de si venía el dueño y les hacía pagar aquella trastada.
Aunque luego no lo comentaron, pensaron que aquellas armas resultaban un tanto excesivas para sus peleas, aunque más de uno seguro que se imaginó a aquel rival al que tantas ganas le tenía dando los mismos saltos y lamentos que aquel pobre animal.
Enseguida llegó el domingo y una nueva película les hizo llevar su imaginación a las guerras que Cesar tuvo contra los cartaginenses y cada miembro de la banda ya estaba eligiendo el papel que iba a representar durante la siguiente semana.