almeida – 11 de Julio de 2015.
Reconozco sentir cierta animadversión para quienes realizan el camino con su mascota, a pesar que me aseguren que el animal está disfrutando más que ellos. He visto situaciones en las que el pobre animal llegaba en tan malas condiciones a los albergues que no entendía como le estaban obligando a hacer algo para lo que no le habían pedido ningún permiso.
Hay tramos que no se pueden hacer más que por el asfalto y las patas de muchos perros se recalientan y comienzan a desollarse de una forma alarmante y en esos lugares los instintos del animal no se sienten libres, más bien todo lo contrario, están acojonados por la contaminación y los coches que pasan a pocos centímetros de ellos.
Pero siempre hay excepciones, algunos, antes que mirar por su bienestar y su confort, lo primero que miran es por el del perro y una vez que éste se encuentra aseado y cómodo después de una jornada de camino, entonces es cuando el peregrino trata de cubrir las necesidades que él tiene.
Todas las historias que en alguna ocasión me han contado en la que el protagonista es un perro, al final encierran una moraleja que la mayoría de las veces resulta tierna y conmovedora y en algunos casos se convierten en esas historias que van corriendo de boca en boca entre los peregrinos que las conocen.
Son especialmente simpáticos y muy agradables esos perros que más que peregrinos son un cruce de peregrinos y mendigos porque quien los lleva se pasa la mayor parte de su vida en el camino y ya se van conociendo todas las situaciones en las que pueden buscarse de alguna forma la vida y los animales que aprenden muy rápido lo que les enseñan, también agudizan su ingenio.
En cierta ocasión pasó por el albergue Pepe, que además de caminar con su perra iba acompañado de una burrita. Demostraba gran pasión por sus dos compañeras y lo poco que tenía primero era para ellas y luego si sobraba algo, se alimentaba él.
Resultaba un trío curioso y en cierta forma bastante enternecedor y me interesé por cómo se desenvolvían en el camino y Pepe me aseguró que los dos animales disfrutaban mucho.
—No me digas eso —le comenté —que los animales no han pedido estar aquí.
—Por supuesto —dijo él —ellas van donde voy yo, pero no protestan nunca, además ellas son las que mandan porque cuando una se quiere parar, nos paramos todos, no tenemos ninguna prisa.
—Pero habrá momentos en los que lo pasen mal.
—¡Que va!, siempre se hace lo que ellas quieren. Por la mañana cuando comenzamos a caminar, la hija puta de la perra se vuelve loca con todos los olores que le llegan y si es un pueblo como éste en el que hay ovejas y perros, a veces se queda parada y no hay quien la haga mover y allí nos quedamos esperando hasta que la señorita quiera seguir.
—¿Y tú no la obligas a que siga? —pregunté.
—¡Para que!, al final tiene que ser lo que ella quiera y cuando quiera.
—En ese caso, no me parece del todo mal que vaya contigo haciendo el camino.
—Ahora soy yo el que no sabe ir sin ella —me aseguró —como siempre va por delante, ya no me fijo en las flechas y es ella la que en los cruces de camino se fija dónde está la flecha y se va por el que es el correcto y la cabrona alguna vez me la ha jugado, pero lo ha hecho adrede, que nos conocemos —dijo mientras la miraba a los ojos y le hacía unas carantoñas.
Había escuchado historias curiosas de animales, pero una en la que la mascota fuera a la vez el lazarillo del peregrino, creo que era la primera vez que alguien me la contaba.