almeida – 10 de mayo de 2014.

En contadas ocasiones, solían advertirnos sobre los comportamientos de algunos peregrinos que nos visitarían ya que,

aunque la comunicación con los anteriores albergues no era permanente, había ocasiones en que esta se producía.

 

Algunos días, cuando íbamos a comprar provisiones , nos acercábamos a saludar a los hospitaleros que se encontraban en esos lugares desde donde partían esos peregrinos que esa jornada llegarían hasta Santuario.

Eran esos momentos del día en los que mientras tomábamos un vaso de vino, compartíamos con aquellos que se encuentran haciendo lo mismo que nosotros, esas sensaciones que cada jornada nos estaba proporcionando.

Nada más entrar en el albergue, lo primero que hicieron, fue ponernos en guardia advirtiéndonos sobre lo que se nos avecinaba.

—Preparaos —nos dijo el hospitalero —hoy os va a llegar un grupo muy problemático y conflictivo, son coreanos y lo conforman un profesor y ocho o nueve niños y niñas. Son ruidosos, molestos y por mucho que les insistáis, a las cuatro de la mañana ya están preparados para marcharse.

Mi compañero era partidario de invitarles amablemente a que continuaran camino y se fueran hasta el siguiente pueblo, no podíamos permitir que alteraran la buena armonía que estábamos consiguiendo que hubiera en Santuario.

Le dije que si llegaban hasta allí, era porque allí tenían que estar y si ese era su destino. Seguro que se detendrían en el pueblo anterior o pasarían de largo. Pero si llegaban hasta Santuario, les explicaríamos las normas de comportamiento y si ellos decidían quedarse, les acogeríamos como hacíamos con todos los peregrinos a pesar que inicialmente estuviéramos convencidos de que no encajaban en aquel lugar.

Cuando regresamos a Santuario, allí se encontraban junto a media docena de peregrinos, estaban los pequeños correteando y jugando por el jardín.

Los niños debían rondar los diez años y el único que casi pasaba desapercibido en aquel grupo era el profesor, que estaba sentado en uno de los bancos del jardín.

Nada más abrir, todos se pusieron en el orden que habían llegado, pero fuimos atendiendo y acomodando a los demás peregrinos y dejamos al grupo para el final.

Alguno de los peregrinos nos fue ratificando lo que ya nos habían comentado los hospitaleros. Fingimos que no sabíamos nada y les aseguramos que Santuario era diferente a los demás sitios en los que habían estado, ya que estábamos consiguiendo que hasta los que caminaban con mucha prisa, allí ralentizaran un poco el paso y se olvidaran de las prisas.

—Con estos, seguro que no vais a conseguirlo —dijo uno de los peregrinos.

Cuando todos se hubieron acomodado, llamamos al profesor, pero este no sabía expresarse en otro idioma que no fuera el que le enseñaron desde que nació.

Del grupo salió uno de los niños más pequeños, era menudo y parecía muy vivaracho. Nos dijo que él comprendía algunas palabras en inglés.

Buscamos alguien que nos hiciera de intérprete y muy despacio les fuimos explicando las normas para que quedaran muy claras. Él iba asintiendo, aunque le pedí que se las fuera diciendo en coreano al grupo, y según le decía cada palabra él la iba traduciendo al grupo.

Resultaba curioso ver como casi veinte ojos se clavaban en los del pequeño y cada vez que yo hablaba lo hacían en los míos.

Cuando terminamos, mirando a todos les pregunté: ¿Ok? Y todos asintieron con su cabeza.

Decidimos alojarles a ellos solos en uno de los cuartos que tenía la capacidad suficiente para el grupo, así les aislaríamos de los demás peregrinos que se encontraban en el piso superior, desde donde verían atenuados los ruidos que pudieran producirse.

He de confesar que el resto de la tarde apenas me di cuenta que teníamos a aquel grupo que, según nos habían dicho, era tan ruidoso, casi no se les escuchaba ya que no ocasionaban más molestias que el resto de los peregrinos.

Por la noche, subieron todos a la pequeña capilla, lo hacían con la sorpresa que produce la novedad, no cesaban de observar cada uno de los rincones de aquel cuarto y su comportamiento, he de decir, que fue en todo momento ejemplar.

Antes de finalizar, el más joven, que nos había servido de intérprete, dijo que deseaba cantar una canción y pidió permiso para hacerlo. Pensaba que lo haría en su idioma y me sorprendió cuando comenzó a entonar en italiano la canción de “Santa Lucía”.

En sus labios sonaba de una forma angelical aquella melodía y a más de una persona observé como se le hacía un nudo en la garganta. No recuerdo haber escuchado anteriormente ovaciones en la capilla, pero en aquellos momentos los aplausos resultaban suficientemente justificados.

Cuando todos se fueron retirando a sus colchonetas para dormir, también lo hizo el grupo de los “ruidosos” coreanos, que se estaban comportando como corderitos.

Quedaba la prueba de fuego, y esa noche, dormí pendiente, pensando que en el primer momento que escuchara el mínimo ruido, me levantaría para llamarles la atención. Su cuarto estaba frente al de los hospitaleros y no iba a pasar desapercibido el crujido que provocaran en el suelo de madera.

Me sorprendió despertarme con el zumbido de la alarma del móvil. No era posible, no había escuchado nada o quizás es que me encontraba tan cansado que me había sumido en un sueño muy profundo.

Me levanté y fui hasta el cuarto donde habíamos ubicado a los coreanos, allí se encontraban todos durmiendo, nadie se había despertado todavía.

Mientras fuimos poniendo el desayuno, comentamos la influencia que ejercía Santuario ya que conseguía cambiar el comportamiento de algunos peregrinos.

Quiénes habían dormido con ellos la noche anterior, cuando bajaron a desayunar, lo primero que dijeron fue:

—Que raro, esta mañana los coreanos apenas han hecho ruido cuando se han levantado.

—Es que no se han levantado todavía —les dije.

—-¿Qué siguen durmiendo? —Dijo uno de ellos – no me lo puedo creer, llevo tres días encontrándomelos y todos los días se han levantado a las cuatro.

—Pues ya veis, es parte de la magia que tiene Santuario, que sabe como calmar hasta a los que llevan más prisa —les dije.

Veinte minutos después que lo hicieran la mayoría de los peregrinos, bajo a desayunar el grupo de los coreanos. Sus caras reflejaban el frescor de quién por la mañana se despierta después de haber dormido y descansado muy bien.

Les pusimos crema de chocolate y Cola-Cao con leche para que desayunaran, lo hicieron con muchas ganas y sin prisa, como deleitándose con esa primera y nutritiva comida del día.

Cuando finalizaron el desayuno, fueron llevando el vaso y los cubiertos que habían utilizado y después de dejarlos limpios, antes de salir de la cocina, nos hacían una reverencia de agradecimiento.

Daba la impresión que no tenían prisa por salir. Cuando todos hubieron desayunado, se colocaron en un círculo en el jardín y el profesor se puso en el centro y fue guiándoles con las tablas de estiramiento que fueron haciendo sobre la hierba. Cada uno de ellos fue calentando y entonando sus músculos para comenzar una nueva jornada de su camino.

Al finalizar sus ejercicios, a una señal del profesor, se colocaron todos mirando en la dirección que nos encontrábamos en la puerta del albergue, y nos dedicaron unas reverencias.

Entonces, el profesor se acercó hasta nosotros y sacando de su mochila dos pequeñas bolsas hechas de tela con unos bonitos adornos, estiró sus brazos en dirección hacia el sol y como si lo hubiera capturado con sus manos, fue haciendo el gesto de que lo guardaba en las dos bolsitas de tela; luego llevó su mano derecha a su pecho y simulando que cogía su corazón, también lo metió en la bolsita de tela y nos ofreció una a cada uno de los hospitaleros.

Creo que pocas veces me llevaré tantas sorpresas agradables como las que nos produjeron estos peregrinos, aunque quizás fuera la magia que debe poseer Santuario la que los cambio para que desde aquel momento disfrutaran del resto de su camino como allí lo habían hecho.

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