El abad y los monjes se encontraban esperando a que Bernard y Marie salieran de la celda en la que habían descansado. Durante el desayuno dijo algunas palabras deseándoles buen camino y luego les dio la bendición, todos los monjes permanecieron arrodillados mientras les deseaba el mayor de los éxitos en el proyecto que estaban realizando. Sólo ellos sabían el verdadero significado de aquellas palabras. Bernard prometió volver a visitarles y si conseguía llegar a postrarse ante los restos del apóstol, pediría por todos ellos.

La mañana había nacido un tanto gris, las nubes amenazaban con descargar la humedad que llevaban en su interior, por lo que dejaron a mano unas ropas de agua por si alguna nube descargara de improviso y no les daba tiempo a buscarlas en el interior de sus baúles; se encontraban al descubierto sin ningún sitio donde poder guarecerse.

Mientras se alejaban, Marie se dio la vuelta y levantó su mano derecha correspondiendo al saludo que le hacían todos los monjes que se encontraban en la entrada de la abadía, también Bernard se giró y se despidió con un saludo de aquellos discípulos de Dios.

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Cuando retomaron el camino observaron dos huellas profundas de una carreta que había pasado por allí recientemente, por las huellas que iban dejando los animales comprobó que iban en la misma dirección y, si como parecía, el carro estaba muy cargado, pronto les darían alcance.

Un fuerte aguacero hizo que se detuvieran a ponerse las capas de agua, estaban en medio del campo y no había ningún lugar en el que poder protegerse de esa nube tan negra, por lo que se dirigieron a la derecha del camino donde había unos árboles que al menos les protegerían de la intensidad de la lluvia. En poco más de media hora el viento fue desplazando la nube y ellos pudieron continuar, aunque el camino se encontraba muy embarrado. Ahora las huellas del carro eran aún más profundas y en los tramos en los que el camino tenía una pendiente no agarraban bien en el suelo y se veían marcas de pisadas de las personas que se habían aferrado a él para que pudiera seguir.

Cuando llevaban algo más de dos horas de viaje pudieron ver a lo lejos el grupo que les iba abriendo el camino, estaba formado por algo más de una docena de personas que viajaban en caballos y mulas además del carro que era tirado por dos caballos percherones.

Cuando estuvieron a su altura, uno de los viajeros se detuvo para saludarles, era un clérigo que al ver que también eran peregrinos por las vestimentas que llevaban les invitaron a que se unieran al grupo, a lo que Bernard aceptó agradeciendo la invitación.

Somos peregrinos —dijo el clérigo —venimos desde un pueblecito de Baviera y nos dirigimos a Compostela. Alguno de los integrantes de nuestro grupo entiende su idioma, pero creo que yo soy el que podrá hacer de intérprete ya que los demás no lo saben hablar.

—Pues vienen desde muy lejos —dijo Bernard.

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