Que diferente, pensó según iba cabalgando, estaba resultando su viaje en esta ocasión a cuando lo hizo por primera vez en aquellas penosas condiciones en las que él y Marie debieron cruzar aquella barrera natural.

Cuando llegó a la parte más alta de la montaña apenas reconocía el lugar en el que se encontraba, ahora los campos se teñían con un color verde intenso y algunos animales comían pausadamente los brotes que habían crecido en ellos. Él recordaba solo una inmensa mancha blanca de muerte y desolación, que ahora le parecían hermosos.

Se detuvo en varias ocasiones para contemplar los valles que había a sus pies. Pensó que era una lástima que Marie no hubiera podido contemplar estos parajes como él lo hacía ahora.

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Cuando llegó hasta el lugar donde creía que se encontraba la cabaña en la que se protegieron de los lobos, la buscó y la encontró entre unos árboles que habían crecido recientemente, ya que no recordaba que cerca de la choza hubiera la más mínima vegetación.

La cabaña estaba en buenas condiciones, alguien la había acondicionado para que los pastores y los peregrinos que pasaran por ese lugar en días inclementes pudieran encontrar allí refugio. Había en su interior una chimenea restaurada y fuera encontró abundante leña para calentar toda la estancia. Con troncos habían confeccionado dos literas, en una de ellas extendió una manta que llevaba y decidió pasar la noche en su interior.

Como hacía buen tiempo, sacó de un talego algo de comida que llevaba y se sentó a la puerta de la cabaña;  mientras cenaba fue contemplando cómo el astro rey era absorbido por el horizonte.

Trató de dormir en el silencio de aquel lugar tan aislado, pero apenas pudo conciliar el sueño, eran muchos los recuerdos que venían a su mente, en la mayoría de ellos aparecía su mujer rodeada por los lobos y gritando por el esfuerzo que estaba haciendo para que de su vientre saliera el fruto que allí había ido germinando.

Algunos ruidos en el exterior le alertaron y le hicieron ponerse en guardia, pero cuando salió, vio que era su yegua que golpeaba con sus pezuñas contra el exterior de la cabaña.

Cuando vio que el alba se hacía presente por una de las ventanas, decidió ensillar su montura y continuar su camino, aquel lugar solo le traía recuerdos amargos y no deseaba permanecer más tiempo en él.

Según iba descendiendo por la vertiente francesa, se cruzó con algunos caminantes que parecían peregrinos a los que les indicó el mejor camino que debían tomar para llegar hasta el monasterio del que él había salido.

Cuando llegó a Sant Jean de Pie de Port, la ciudad le pareció muy acogedora, no tenía nada que ver con el sitio que tuvo que abandonar años atrás. La penuria prolongada que se vivía en su país había hecho que cada vez más personas se pusieran en camino y eran numerosos los que esperaban haciendo un descanso antes de afrontar las paredes que tenían por delante.

Fue a alojarse en la pensión en la que estuvo anteriormente y aunque él reconoció vagamente a la posadera, para ella era un viajero más y apenas le prestaron atención.

Le resultó curioso, y a la vez casi extraño, poder hablar de nuevo en su lengua materna; hacerse comprender y entender lo que le decían. Apenas había practicado su idioma desde que abandonó su país, en alguna ocasión, cuando se encontró con un compatriota, hablaron la misma lengua, pero ya se había acostumbrado a expresarse en el idioma de las nuevas tierras que le habían dado acogida.

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