Por fin llegó el momento en el que Bernard vio que su hijo había llegado a la madurez suficiente para que pudiera escuchar de sus labios lo que hacía tanto tiempo deseaba contarle.
Pensó detenidamente la forma de hacerlo, no quería que el cariño que ahora le tenía se convirtiera de pronto en rechazo al escuchar su pasado y saber que su padre había estado durante mucho tiempo a su lado y no le había dicho nunca nada.
Ahora ya se sentía seguro, habían pasado los años suficientes para que los enemigos que un día tuvo la Orden se sintieran también seguros de haber cercenado todos los restos y las adhesiones que ésta un día llegó a tener. Su hijo podía sentirse también seguro, porque aunque conociera el secreto de la relación que tenían los dos, comprendería lo necesario que era mantener una discreción sobre esta familiaridad por el riesgo que podía suponer para las vidas de ambos.
Cuando el tiempo cambió y las nubes oscurecieron todo el cielo, durante varios días comenzó a nevar en los alrededores del monasterio. Apenas llegaban peregrinos ya que las dificultades del paso de los Pirineos era casi como cuando Bernard llegó por primera vez hasta allí.
Cuando le vieron dirigirse hacia las cuadras para ensillar su yegua, los monjes que lo observaban no podían comprender cómo se disponía a salir con aquel mal tiempo. Se quedaron aún más sorprendidos cuando vieron que ensillaba otro caballo, el que le había regalado a Ramirín y fue en busca de su hijo.
Advirtió al prior que pasarían el día y la noche fuera y regresarían al día siguiente. Se había provisto de suficiente ropa de abrigo y comida por si sus planes se alteraban y debía prolongar la estancia.
Cuando llamó al joven éste se extrañó de que le invitara a salir, hacía mal tiempo, pero pensó que irían a un pueblo próximo y no dijo nada, se limitó a ponerse la ropa de abrigo que Bernard le ofrecía.
Al ver que en lugar de descender hacia el valle tomaban el camino que les conducía a lo alto de la montaña, Ramirín no pudo mostrar su extrañeza y preguntó:
—¿A dónde vamos? No es conveniente subir con este tiempo, no podremos llegar muy lejos.
—Lo tengo todo previsto —dijo Bernard—es necesario que hagamos este viaje, debíamos haberlo hecho hace mucho tiempo, pero me lo impidió la prudencia.
El joven no respondió, se limitó a seguir las huellas que dejaba la yegua de Bernard y fue atento para no apartarse de ellas ya que el camino no era visible y si se salían de él podían despeñarse por un barranco.
Cuando llevaban tres horas de camino, llegaron a lo más alto de la montaña, entonces Bernard se apeó de su montura y el joven le imitó. Cogiendo las riendas de los animales se salieron de lo que parecía el camino y se dirigieron a una pequeña choza de madera de los pastores.