Dejaron los caballos en un lugar que estaba resguardado del fuerte viento y los dos entraron en el interior de la cabaña. Bernard trajo dos brazados de troncos y los puso sobre la chimenea encendiéndolos.
La madera se encontraba seca ya que la humedad apenas se había introducido en ella y pronto prendió provocando unas fuertes llamas que enseguida caldearon la cabaña. A la luz de la lumbre, el joven miraba extrañado a su maestro como tratando de entender por qué le había llevado hasta allí en aquellas condiciones tan intempestivas.
—Sé que muchas veces te has preguntado quién eres, sobre todo se lo has preguntado a Ramiro y él solo ha podido decirte quien era tu madre, esa tumba a la que te he visto ir cada semana para atender las flores que habías plantado sobre ella.
—Sí—respondió el joven —Ramiro me dijo que mi madre era una peregrina que se murió al llegar al monasterio y los monjes se encargaron de cuidarme.
—Marie era mi mujer, la amaba más que a nada en el mundo y tuvimos que huir de nuestro país porque los hombres del Rey y del Papa nos perseguían y si nos hubieran dado alcance nos habrían ajusticiado. Tuvimos que cruzar los Pirineos en un día como éste, pero tu madre se encontraba en un estado muy avanzado de gestación y en medio de una intensa nevada nos ocultamos en esta cabaña y aquí fue donde naciste tú. Cuando llegamos al monasterio temimos por tu vida y por la de tu madre, ella no pudo superarlo y ahora será feliz viendo desde el cielo cómo desvelo lo que estoy seguro que tantas veces te has preguntado.
Le fue contando las vicisitudes que tuvieron desde que salieron de Saint Jean de Pie de Port y la amenaza de los lobos que les acechaban en la oscuridad de la noche. También le fue dando detalles de su nacimiento y como pudieron llegar a la protección que les ofrecía el monasterio.
También le contó como a su pesar él debió dejarle al cuidado de los monjes y lo hizo por dos razones muy importantes. La primera era para completar la misión que le habían encargado y la segunda, pero la más importante, era para ponerle a salvo ya que si se conocía su identidad quién sabe lo que hubieran hecho con él.
El joven no salía de su asombro y apenas pudo articular ni una sola palabra. Con sus grandes ojos observaba a su interlocutor y lo que éste le estaba contando. Cuando Bernard terminó de hablar se hizo un silencio que pareció una eternidad hasta que el joven reaccionó.