Había casi una docena de monjes que estaban al cargo de atender las necesidades que tenían los peregrinos, eran miles los que se alojaban cada año en aquel lugar y debían no solo alimentarles, sino también restañar las lesiones que llevaban. Para ellos la labor que hacían era muy gratificante porque estaban aplicando las enseñanzas que siglos antes el Maestro difundió. Las personas a las que atendían estarían al final de su camino ante los restos de uno de los discípulos del Maestro; sentían envidia sana de esos elegidos que en poco más de un mes verían culminado su gozo. Por eso sus atenciones eran especiales y cuando les veían marchar, les pedían con fervor que rezaran por ellos cuando se encontraran ante los restos del santo.

Frente al hospital de peregrinos se encontraba la colegiata de Santa María, el lugar más hermoso de todo el recinto, que fue impulsada su construcción por el rey Sancho, que la construyó con la idea de que fuera el lugar donde los monarcas de su reino descansarían toda la eternidad. Las vidrieras de colores permitían que la luz penetrara en el interior del templo con una luminosidad muy especial.

En la parte más baja del recinto estaba una capilla dedicada a Santiago, era un pequeño y sencillo templo al que diariamente acudían los peregrinos para venerar a quien les impulsaba a realizar este camino: de esperanza para la mayoría de ellos.

Junto a esta capilla había otra dedicada al Sancti Spiritus, también llamada Silo de Carlomagno. Era donde se pensaba que habían sido enterrados los soldados del emperador que allí encontraron su muerte. Este lugar era en el que se celebraban las misas por los peregrinos que fallecían en su camino a Compostela.

Todos los monjes tenían su ocupación en el monasterio, era autosuficiente para cubrir todas las necesidades de la comunidad y de los peregrinos que por allí pasaban. En las horas que no estaban con sus oraciones diarias, se dedicaban a las tareas que tenían encomendadas.

Los monjes estaban al corriente de la situación de la familia de Bernard, por ello, según le veían pasar, se interesaban por el estado en el que se encontraban su esposa y su hijo; trataban de darle ánimo, asegurándole que les tenían presentes en sus oraciones diarias.

Bernard vio cómo Isabel salía del recinto en el que se encontraba su mujer, fue apresuradamente a su encuentro ya que temía que hubiera ocurrido un contratiempo inesperado.

—Tranquilo —dijo ella —no ocurre nada, solo voy a hacer la comida para mi marido que está solo en el caserío y no sabe hacer nada sin mí. De paso quiero coger algunas ropitas que guardo de mis hijos para que las utilice el suyo.

—¿Pero les ha dejado a los dos solos? —preguntó Bernard.

—No, el hermano Ramiro se encuentra en el cuarto. El prior le ha liberado de sus tareas para que esté en todo momento al cuidado del niño. Vaya si quiere y así le hace compañía.

Al ver entrar en la estancia a Bernard, Ramiro dejó al niño en la cama. Lo tenía en sus brazos y le estaba contando cosas que eran incomprensibles para el bebe, pero Ramiro pensaba que de esa forma se acostumbraba a él. Además, había oído que aunque no lo comprendan, todo lo que se les dice a los niños se va quedando en su cabeza y   cuando se hacen mayores consiguen recordarlo. Se había encariñado mucho con él al verle tan débil e indefenso, no quería dejarlo solo ningún minuto por si le ocurría algo.

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