Cuando Bernard se levantó, frey Tomás ya estaba esperándole para desayunar. El día que acababa de nacer era radiante, no había ni una sola nube en el cielo.

            —He preparado las dos mulas por si desea llevarla —dijo frey Tomás.

            —Sigo pensando que lo mejor es ir discretamente, caminaré con una sola para que lleve la carga y si veo que no puedo avanzar como yo deseo, compraré otra a lo largo del camino —propuso Bernard.

            —He estado pensando que pasado mañana llegará a Viana, es mejor que lo pase de largo ya que allí se encuentra en estos momentos la Corte y no es conveniente que se deje ver mucho. El Rey a veces suele encargar al jefe de la guardia, que se encuentra apostado en la puerta de entrada de la ciudad, que a algunos viajeros que lleguen de diferentes procedencias les inviten a cenar y de esta forma procura estar al tanto de las cosas que ocurren fuera de su reino.

            —No se preocupe —le tranquilizó Bernard —no entraré en la ciudad, cuando llegue a ella la bordearé y pasaré de largo.

            —Eso me tranquiliza más, creo que hasta que no llegue a Castilla no va a estar seguro, el joven rey Fernando, aunque no toma aún decisiones, se deja aconsejar muy bien por su madre María y creo que no cederá fácilmente a las pretensiones de la Santa Sede; pero eso nunca se sabe.

            —Si tengo la posibilidad, le haré llegar noticias mías y en caso contrario, se las traeré personalmente antes de dos meses —dijo Bernard.

            Frey Tomás acompañó al viajero hasta el patio y se fundieron en un abrazo mientras Bernard cogía con su mano izquierda las riendas de la mula y comenzaba a caminar por el sendero por el que había llegado días antes. En la mano derecha llevaba el bordón que habían confeccionado especialmente para él, se dio la vuelta y, levantando la mano que sujetaba el bordón, se despidió de su nuevo amigo.

            Cuando llegó al monasterio se detuvo a descansar y aprovechó para que la mula abrevara. El abad, al verle, se dirigió hasta donde se encontraba el recién llegado.

            —Bienvenido seáis de nuevo —dijo el abad —encontrasteis a Tomás.

            —Sí —respondió Bernard, —he pasado unos días con él y ahora prosigo mi camino.

            —Pues os deseo buen viaje, no puedo entretenerme porque me están esperando para un asunto de suma importancia.

            Según se alejaba el abad por el claustro del monasterio, Bernard de nuevo se levantó y tomando las riendas de su mula comenzó a caminar.

         Antes de llegar a Viana coincidió con un grupo de peregrinos de su país y se unió a ellos, así pasaría más desapercibido. Cuando llegaron a la ciudad penetró en ella con sus nuevos compañeros, si no lo hubiera hecho habría levantado sospechas, pero cuando estos decidieron quedarse allí a descansar, Bernard dijo que aún era demasiado pronto y que él seguiría unas horas más. Tres de los integrantes del grupo continuaron con Bernard, mientras los otros cinco se quedaban para disfrutar de la acogida que esperaban recibir en este lugar.

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