Roberto le presentó a su anfitrión, Alfonso, y a los otros cinco caballeros que según le dijo eran personas notables de Astorga vinculados con la Orden y fieles a los principios de ésta.
La cena resultó muy amena, aunque el peso de la conversación lo llevaron Roberto y Alfonso, estaban comentando las últimas novedades de la reunión que aquel había tenido con el Monarca e intercambiaban las impresiones de esta entrevista.
Se retiraron muy pronto a la cama ya que, según le dijeron a Bernard, la jornada que debían superar al día siguiente era bastante dura, sobre todo el descenso, donde debían ir con mucho cuidado porque los animales en ocasiones resbalaban con el peligro para los que iban encima de ellos.
El paisaje estaba cambiando de forma considerable, ya las amplias llanuras se habían quedado atrás, ahora debían ascender por montes muy importantes y cuando llegaban a la cima de alguno de ellos, se detenían a contemplar las impresionantes montañas que les rodeaban por completo.
También la fisonomía de las casas estaba cambiando, pasaban por pequeñas poblaciones en las que sus construcciones estaban diseñadas para soportar los duros días de invierno y la frecuente nieve que tenían que soportar.
Los peregrinos que iban adelantando se esforzaban por superar aquellas dificultades que cada vez les estaban colocando más cerca de su destino.
Cuando llegaron a lo más alto del Irago un gran túmulo de piedras llamó la atención de Bernard que se acercó hasta donde había una docena de peregrinos que se encontraban en su base, también él se detuvo para contemplarlo.
—Marca este cruce de caminos —dijo Roberto.
—Me llama la atención la cantidad de piedras que están sujetando el tronco —comentó Bernard.
—Son las que van dejando los caminantes. Cuando llegan a la base depositan una piedra para que marque el camino de los que vienen detrás y sepan por dónde deben seguir.
—¿Son todas las piedras de peregrinos? —preguntó Bernard.
—¡No!, como podrá observar todo el que pasa tiene la costumbre de ir dejando una piedra en el montón, pueden ser los peregrinos, los arrieros o los transeúntes que van de una comarca a otra en busca de trabajo cuando llegan las cosechas.
Bernard fue hasta el borde del camino y cogió del suelo una piedra que también depositó en la base del túmulo mientras pensaba o quizá dijera en silencio una oración.
—Bueno —comentó Ordoño —ahora nos queda la parte más complicada, debemos ir con mucho cuidado ya que en algunos tramos el descenso es muy acusado y los caballos darán más de un tropezón.
Según iban descendiendo, había unas zonas en las que el terreno se allanaba y podían descansar, pero el resto era como le habían advertido, una zona muy peligrosa en la que las patas de los caballos se resbalaban permanentemente y en más de una ocasión alguno de los jinetes cayó al suelo.
Bernard, que aún no tenía la suficiente complicidad con su recién estrenada montura, optó por hacer la mayor parte del descenso andando agarrando las bridas del animal, pero éste se portó de una forma admirable pues no tuvo los problemas de algunas de las otras monturas que podían tener más experiencia en ese camino.