almeida – 22 de noviembre de 2014.

Durante la Edad Media, el Camino de Santiago se convirtió en la gran autopista cultural que fue llevando hacia el oeste todos los conocimientos que provenían de los países europeos. Así se fue introduciendo el románico con una evolución muy importante a lo largo de la ruta y todo el conocimiento y el saber que había en la época.

En esta trashumancia humana, se fueron incorporando todos los gremios, entre ellos los lutier y los juglares fueron llevando de un pueblo a otros sus instrumentos y sus romances.

Las épicas y picarescas de los peregrinos se plasmaron en muchas partituras y cuando partituras no había, fueron pasando de boca en boca hasta que calaron en el pueblo que hizo suyos los romances y, como una herencia cultural, fueron pasando de generación en generación hasta que algunos se popularizaron tanto que han llegado a nuestros días.

Me encontraba a media tarde recibiendo a los peregrinos más rezagados cuando vi entrar a un joven espigado que portaba varios bultos en ambas manos.

—¿Es usted el hospitalero? —preguntó.

Asentí pensando que era uno de los muchos turistas que abundan en Santo Domingo de la Calzada en el mes de agosto, los cuales se colaban en el albergue para visitar a los gallos descendientes de los del milagro o para ver cómo se acogía a los peregrinos, aunque ninguna de estas cosas les permitíamos para que no alteraran el descanso de los peregrinos.

—Soy un lutier que va interpretando romances en los lugares emblemáticos del camino. He estado en Eu­nate, en la Iglesia del Crucifijo de Puente la Reina, en Santa María la Real de Nájera y ahora quería interpre­tar si me lo permite unos romances en la casa del San­to, luego trataré de hacerlo en la catedral que acoge sus restos —me dijo ante mi incredulidad.

—Por supuesto —balbuceé—, puedes ponerte en las escaleras del hall de la entrada.

Era algo inaudito. Lo que menos esperaba era aque­lla actuación en el albergue. Fui a los dos cuartos para avisar a los peregrinos por si deseaban escuchar la ac­tuación.

Mientras preparaba sus instrumentos y los afinaba, Emilio me comentó que era su forma de hacer el ca­mino. Nació en una población leonesa atravesada por el camino y desde muy pequeño veía pasar junto a su casa a peregrinos que se dirigían a Santiago. Había ido ad­quiriendo conocimientos como lutier transformándolo en su profesión. Ahora deseaba aplicar esos conoci­mientos al camino ya que en él fue donde estas interpretaciones alcanzaron su mayor desarrollo en la Edad Media.

Me enseñó algunos instrumentos que él fabricaba. Eran verdaderas obras de arte, fue explicándome los diferentes materiales que empleaba en su elaboración. Mientras tanto casi una docena y media de peregrinos estaban haciendo un semicírculo en torno a las escale­ras en las que Emilio había desplegado sus instrumentos y se propuso deleitarnos interpretando dos ro­mances.

Para el primero utilizó una zanfona, es como un violín mecánico en el que las cuerdas vibran por fricción y un te­clado va dando las notas. La acústica del recinto la hacía resaltar. Poco a poco fue inundando todos los rincones del albergue atrayendo como un imán a algunos peregrinos que se encontraban en la estancia y no se habían enterado de la actuación.

La voz aguda de Emilio acompañaba los acordes de la zanfona y resultó una interpretación excelente como así lo manifestaron los improvisados espectadores con grandes aplausos.

A continuación cogió en sus manos un rabel. Me explicó que estaba hecho con piel, creo que de cordero, y las cuer­das también eran de un material similar. En cambio el arco con el que las friccionaba se hacía con crin de caballo. Fue tensando las cuerdas con las clavijas de madera hasta que alcanzaron la afinación correcta y volvió a interpretar un nuevo romance, éste me resultaba conocido ya que estaba en la colección que suelo llevar al camino de Joaquín Díaz, también fue una interpretación muy agradecida por quienes allí nos encontrábamos.

Me atreví a pedirle que si conocía el Romance de la loba parda y podía interpretarlo para mí. Buscó entre sus parti­turas y una vez que lo localizó, entonó este hermoso roman­ce que me sonó muy diferente a las versiones que había es­cuchado anteriormente.

Alabamos no solo la interpretación con la que nos había obsequiado sino también el arte con el que elaboraba los instrumentos que estaban ya en desuso, mientras recibía nuestro reconocimiento, fue guardando los instrumentos en sus fundas y cajas, despidiéndose de todos los que allí nos habíamos congregado.

Resultó un momento muy especial ya que cuando ce­rrábamos los ojos nos sentíamos trasladados en el tiempo. Por el marco en el que nos encontrábamos y la música que inundaba nuestros oídos pudimos sentirnos como peregri­nos medievales.

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