almeida – 13 de enero de 2016.
Cuando el pueblo comenzó a nacer, lo hizo junto a los numerosos manantiales que había en la zona, ellos eran los que proporcionaban ese líquido tan vital que necesitaban no solo para poder subsistir, sino para que las cosechas fueran abundantes.
Hoy ya quedan pocas fuentes de las que en otras épocas contó con abundancia, pero aún se conservaba junto a la iglesia una fuente que seguía abasteciendo de agua a todo el pueblo gracias a su caudal permanente y abundante, en la que los peregrinos después de varias horas de caminata aprovechaban para refrescarse y reponer sus cantimploras.
La atracción del pueblo era su posadero, le gustaba hacer las delicias de todos los que acudían a su establecimiento cuando cogía un porrón de vino y con la mano derecha llevaba el pitorro más pequeño por el que salía el líquido que Bacco nos enseñó a cultivar y lo llevaba hasta su frente, en el momento que el vino comenzaba a salir, se veía frenado por la frente del posadero y se deslizaba a ambos lados de la nariz y con una habilidad que proporciona únicamente la experiencia, dejaba que por decantación fuera cayendo hasta que abría los extremos de sus labios que iban recogiendo todo el contenido que se deslizaba por su rostro sin dejar que ni una sola gota se cayera al suelo.
Los peregrinos se entusiasmaban con aquella muestra de habilidad que el posadero les ofrecía cada vez que un grupo llegaba hasta su taberna una vez que habían solicitado el avituallamiento que a esas horas de la mañana el cuerpo comenzaba a necesitar.
El local en el que nos encontrábamos era el más cutre de cuantos había visto desde que llevaba caminando. Parecía que el agua que tanto abundaba en esta zona, desconocía por completo la existencia del jabón y los diferentes desinfectantes y productos de limpieza y nunca se habían reunido para que el suelo y las mesas del establecimiento pudieran contemplar los maravillosos efectos de dicha unión.
En el mostrador, había una exposición de productos de la tierra (salchichón, chorizo, queso, jamón,…), que con avidez los fatigados peregrinos demandaban para reponer todas las energías que habían ido perdiendo desde que por la mañana comenzaron a caminar.
Una fregadera con agua retenida de varios días, presentaba una visión nada agradable con restos de lo que los platos que se acumulaban en su interior habían contenido. Se encontraba unos centímetros más abajo del mostrador con las viandas. A su lado varias barras de pan que como un imán atraían a todos los microbios que por allí se encontraban en su ambiente natural contemplaban esta escena, vista desde la parte posterior a la que los peregrinos se solían colocar.
Era casi verano y las moscas revoloteaban en aquel ambiente que para ellas también resultaba agradable ya que los aromas que se respiraban eran muy fuertes y atraían a todo tipo de insectos y microbios. Algunas moscas comenzaron a mover sus alas haciendo varias pasadas, como si planearan por encima de la fregadera hasta que captaron la atención del posadero.
Como si le molestaran, aunque pensé que ya debía estar acostumbrado a su presencia, el posadero introdujo en su boca una loncha que acababa de cortar de la pata del jamón y lamió con su lengua los restos que quedaron en la navaja, cogió una servilleta mugrienta que había junto a la fregadera y agarrándola de una punta la impulsó con fuerza en la dirección en la que la mosca se encontraba. Esta, evitó el latigazo de la servilleta que fue directo hacia la fregadera salpicando parte del agua retenida que allí había, desplazándola hacia donde se encontraban los alimentos.
-¡Casi la pillo! – exclamó este – a la siguiente no se libra.
Sin inmutarse, dejó de nuevo la servilleta colgada sobre una cuerda para que se secara, después de pasarla por encima de los embutidos y el queso que esperaban ser ingeridos por los próximos peregrinos que llegaran, que absorbieron algo del agua mugrienta que había salpicado, dejando todos los microbios junto a los alimentos.
Un nuevo grupo de peregrinos llegó a la taberna, ignorantes de lo que había sucedido unos momentos antes, se encontraban cansados y hambrientos por lo que todos pidieron unos bocadillos de los suculentos productos que allí se encontraban expuestos.
El posadero con la navaja con la que había cortado el jamón y había saboreado con su lengua ese sabor que deja el tocino mezclado con la carne curada del cerdo, fue abriendo las barras del pan y corto unas lonchas gruesas de los productos que les habían solicitado y los puso sobre la barra del establecimiento.
Mientras los peregrinos iban a degustar las viandas que habían solicitado, el posadero se dispuso de nuevo a hacer su número que tanta aceptación tenía entre todos los que por allí pasaban.
Lástima que esa agua tan abundante en las fuentes y en los manantiales no fuera aprovechada por ese buen hombre para evitar que muchos peregrinos dos días más tarde tuvieran que detenerse porque en sus cuerpos había penetrado algo que les impedía continuar su camino.