Como a la una comenzaba la hora del trabajo, siguieron viendo diferentes oficios que los monjes realizaban. Se detuvieron un rato en la granja del monasterio, donde un monje anciano le enseñaba a un aprendiz cómo debía mimar a las gallinas para que éstas estuvieran contentas y pusieran los huevos más hermosos que podía imaginar; también que si hablaba con dulzura a las vacas la leche nunca les saldría agriada, lo mismo que les ocurría a las ovejas que se fueron a pastorear en ese momento y que luego ordeñarían para hacer por la mañana dos quesos para la comida de los monjes. Les acompañaron y comprobaron cómo las dos docenas de ovejas estaban acostumbradas a la compañía del viejo monje y apenas se separaban de él. A las cuatro era el momento que los monjes tenían para hacer lo que desearan, Bernard se fue a la biblioteca donde se habían reunido un número considerable de monjes que estaban estudiando algunos códices y pergaminos.

A las cinco y media todos dejaron lo que estaban haciendo y se dirigieron al refectorio, allí les sirvieron otro cuenco con verduras y patatas y mientras cenaban, el mismo monje del mediodía les recitaba nuevas, aunque a Bernard le parecieron las mismas, oraciones.

A las seis dispusieron de media hora para confraternizar, entonces el Abad se dirigió a Bernard para saber si el ayudante le estaba siendo útil para conocer la vida del monasterio.

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—Sí, —dijo —me está resultando muy valioso ya que me va poniendo al corriente de todo, pero no hace falta que duerma en el suelo de mi celda.

—Él está encantado de hacerlo, sería un desprecio no agradecer su disponibilidad, por eso debe aceptarlo, quién sabe si un día tendrá que hacerlo usted con un recién llegado.

A las seis y media se celebraban las vísperas, se dirigieron hacia la capilla y uno de los monjes dirigía los salmos, cánticos, responsorios y lecturas que los monjes realizaban con gran devoción.

A las siete y media comenzó la “Lectivo Divina” (oración personal) donde en completo recogimiento analizaron las acciones y los merecimientos que habían hecho durante el día y se arrepentían de esos veniales pecados de pensamiento o de obra que les habían pasado por su imaginación.

Las completas tenían lugar a las ocho de la tarde, comenzaban con un examen de conciencia, himnos, salmos y cánticos, después de los cuales se retiraban en silencio a sus celdas para que sus cuerpos descansaran de la jornada que acababan de superar.

Bernard seguía sin acostumbrarse a ver a los pies de su cama a Gerard, pero cuando le miraba, parecía tan feliz que no volvió a decirle nada.

A las cinco de la mañana, Bernard aún somnoliento sintió como su ayudante le zarandeaba suavemente apoyando la mano en su hombro.

—Hermano Bernard, debemos levantarnos.

—Pero ¿Qué hora es?

—Son ya las cinco, es la hora en la que nos levantamos en el monasterio.

—¿Tan pronto?

—Bueno ya tenemos descansado el cuerpo y ahora debemos purificarlo con el trabajo y la oración.

—Si usted lo dice, será así.

Bernard siguió a su ayudante para ver dónde le conducía. Fueron a la capilla donde se estaban reuniendo todos los monjes. Nuevos salmos, himnos y cánticos durante media hora hasta que todos se encerraron en sí mismos para la “Lectio Divina” y sin retirarse de la capilla, a las seis y media, comenzó la eucaristía en la que el abad concelebró la misa con varios monjes.

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