Esa mañana fue algo diferente de las demás, en la plaza mayor de la ciudad se estaba organizando una pequeña caravana con los viajeros que se dirigían al suroeste, la mayoría de los cuales eran peregrinos. Les habían aconsejado salir agrupados para evitar algunos actos de pillaje que se estaban detectando últimamente en las cercanías.
Para no llamar la atención de los soldados, Bernard y Marie se integraron en el grupo y cuando éste se encontró formado, los soldados les acompañaron las primeras leguas después de los muros de la ciudad hasta que superaron un bosque, en ese momento les dejaron solos y ellos regresaron a la ciudad.
La comitiva estaba formada por docena y media de personas, además de Bernard y su esposa, integraban este heterogéneo grupo los personajes más variados y diversos.
Dos monjes caminaban hasta un monasterio que se encontraba a dos o tres días de viaje, pronto les dejarían atrás ya que el ritmo que llevaban era bastante inferior al de los que iban sobre cabalgaduras.
Un matrimonio con su hijo iban a caballo y llevaban dos mulos de carga con todas las pertenencias que trasladaban con ellos, él era comerciante y estaba aprovechando la peregrinación a Santiago para establecer un nuevo mercado en el que poder distribuir las mercancías que importaba periódicamente desde oriente.
Seis peregrinos que animaban todo el grupo se dirigían también a la ciudad del apóstol, llevaban un pequeño carro que era tirado por dos mulas y los cuatro que no iban subidos en el carruaje lo hacían montados sobre mulas de carga y un caballo.
También había dos mujeres de mediana edad, eran hermanas y viajaban con la hija de una de ellas que tenía una malformación en las piernas. La joven viajaba montada sobre un asno mientras su madre y su tía caminaban a su lado.
Los peregrinos que iban en el carro, al ver a las dos mujeres andando, se bajaron de él y les ofrecieron su sitio para que descansaran los pies, ellas rechazaron el ofrecimiento, pero los seis acabaron por convencerlas.
—Nosotros estamos más frescos y además necesitamos andar dijo uno de ellos.
—Bueno, pero nos vamos turnando —comentó la madre de la niña.
—De acuerdo —dijo uno de los que había cedido su sitio —cuando nos encontremos cansados, entonces vamos alternándonos, pero también nos alternamos con los que van en las mulas, así nos cansaremos menos.
—¡Eh! —dijo uno de los que iba sobre una mula —que los caballeros habéis sido vosotros.
—Bueno, es cosa de todos, si estamos compartiendo todo, también compartimos el sitio, además, aún nos quedan muchos días de caminata y tenemos que ayudarnos unos a otros.
Trataban de caminar con calma, sabían que tenían muchos días por delante y los dos monjes que se negaron a aceptar las monturas que les ofrecieron lo hacían más despacio que el resto, por lo que al menos esa jornada no les dejarían solos.
Al mediodía, llegaron a un pequeño pueblo y en la plaza, hicieron un alto ante la atenta mirada de los lugareños. Algunas mujeres entraron en sus casas sacando algunos pucheros con agua para que los caminantes se refrescaran. Improvisaron un lugar donde comer y fueron extrayendo las vituallas que llevaban en sus alforjas y en sus talegos. Bernard y el comerciante se acercaron hasta una fonda donde les prepararon una suculenta comida con productos de la tierra.
—O sea, que vamos al mismo sitio —dijo el comerciante.
—Eso parece —respondió Bernard —pero iremos haciendo algunas paradas por diferentes ciudades, soy comerciante de telas y quiero establecer algunos contactos comerciales.