
Cuando llevaban más de dos horas de viaje, el monje detuvo su caballo junto a un pozo y ayudó a bajar a Marie de la mula. Se sentaron en un tronco mientras los animales bebían.
—Qué bonito amanecer —dijo Marie.
—Como vamos en dirección este, lo apreciamos aún más —dijo el monje.
—Vamos a ver que ha puesto aquí la hermana Ana —dijo mientras abría el talego —Qué buena pinta tienen estas pastas. Sírvase y verá que ricas están; además, huelen a recién hechas.
El monje miró el contenido del talego e introdujo su mano sacando un trozo de una rosquilla.
—Coja más —dijo ella —hay al menos de tres tipos, o sea, que tome una o dos de cada una, que a estas horas es cuando mejor saben.
Como veía que el joven era muy tímido y no se atrevía a coger más, fue Marie quien introdujo su mano y tomó dos pastas y una rosquilla y las puso en la mano del monje.
—Gracias señora —dijo sin apartar la mirada de su rostro.
—¿Cómo está mi marido, le suele ver usted?
—A veces coincidimos, antes le veía todos los días, pero ahora se pasa muchas horas en el taller y apenas sale, cuando lo hace es para irse a dormir y no solemos coincidir, pues cuando le oigo que sale, ya estoy en mi celda rezando.
—¿Y qué hace en el taller?
—Imágenes para el monasterio, ha hecho una talla de la virgen que es preciosa, se parece mucho a usted.
—¡A mí!
—Sí, es lo mismo que usted, cuando ha salido el sol y he podido ver su cara, pensaba que estaba soñando, que me encontraba en la presencia de la Madre de Dios.
—¡No exagere!
—De verdad, es como un reflejo de usted, ya lo vera en la capilla del monasterio.
—Pues estoy deseándolo, no conocía esas habilidades de mi marido. Cuando le veía con la navaja tallando la madera, sabía que lo hacía para distraerse, pero de ahí a que sea un artista no deja de sorprenderme.
—Señora, debemos continuar, los animales ya han descansado y no podemos entretenernos más.
—Pues vamos cuanto antes, que tengo yo más ganas de llegar que las que tiene usted.
Reanudaron el camino y se fueron encontrando con algunos labradores que se dirigían a sus tierras para hacer las faenas diarias, aunque los campos se encontraban más secos porque la falta de agua no permitía que brotaran las plantas y los sembrados como era habitual.
Los campesinos, al ver los hábitos del monje, cuando llegaban a su lado, se detenían y se descubrían deseándoles buenos días, una vez que pasaban reiniciaban su camino.
Hacia las once Marie se encontraba ya muy cansada y así se lo hizo saber al monje para ver si podían detenerse durante un rato.
—Como usted desee, pero detrás de esos árboles que hay allí —dijo señalando una docena de árboles que había a poco más de un kilómetro —se encuentra el monasterio.
—Bueno, si estamos tan cerca, puedo aguantar, lo mejor es seguir quedando tan poco.
Nada más rebasar los árboles ya se veía el camino que conducía al monasterio. Sobre un mojón, una silueta familiar consiguió extraer una sonrisa del rostro de Marie.
—¡Bernard!