
Por fin llegó el monje con el encargo que Isabel le había dado para alimentar a la criatura que seguía llorando de una forma desgarradora.
—Es lo único que he encontrado —dijo mostrando la seca vejiga de un cerdo —pero la he humedecido para que este más suave y la hemos hervido para limpiar todas las impurezas.
Contrariada, Isabel cogió la vejiga en la que vertió la leche rebajada con un poco de agua y tras comprobar que estaba tibia estiró la mano ofreciéndosela a Ramiro.
—Toma —le dijo —pon ese pequeño agujero en la boca del niño, sujétalo con una mano y con la otra agarras esto y dejas que la criatura vaya succionando la leche por el agujero.
A Ramiro le daba miedo coger al niño que no había dejado ni un instante de llorar, lo veía tan delicado que pensaba que le iba a hacer daño.
—¡A ver, siéntate! —ordenó Isabel —pon la mano izquierda así – dijo colocándoselo pegado al cuerpo pero con espacio suficiente para acunar al niño.
Le puso a la criatura, que al sentir en sus labios la vejiga con la leche, instintivamente comenzó a succionar dejando de llorar.
—¡Ves! —dijo Isabel —el pobre estaba muerto de hambre. A su madre, en el estado que se encuentra, se le ha retirado la leche y vete a saber el tiempo que lleva la criatura sin comer.
Ramiro observaba los ojos del niño que parecían mirarlo y le resultaba tan tierna aquella escena que jamás se había imaginado que pudiera estar realizándola él.
Cuando el niño se hubo saciado, retiró la boca de la vejiga haciendo algunos pucheros con la boca ante la insistencia de Ramiro para que comiera más.
—¡Déjalo! —dijo Isabel al verlo —parece que ya está lleno, ahora ponlo así —dijo colocándolo sobre el pecho del monje —y dale unos golpecitos en la espalda para que expulse el aire que ha tragado.
Cuando el niño dio dos pequeños eructos, Isabel lo cogió y lo tumbó de nuevo sobre la cama cubriéndolo con la manta. Con la tripa llena y el calor de su cuerpo, se fue quedando dormido como consecuencia del cansancio por el esfuerzo que había realizado de tanto llorar.
—Ahora déjalo que duerma y lleva la leche que ha sobrado a la cocina, lava bien la vejiga porque me da la impresión que vas a tener que alimentarle más días hasta que pueda hacerlo su madre.
Isabel se quedó atendiendo a Marie que seguía inconsciente, aunque había dejado ya de sudar y parecía que dormía tranquilamente. La mujer se sentó en una silla contemplando con satisfacción el estado en el que se encontraban esos dos cuerpos, que si no hubieran contado con la habilidad de sus cuidados, era muy probable que a estas horas se encontraran los dos sin vida.
A pesar de encontrarse completamente exhausto, Bernard rechazó irse a descansar, la preocupación por el estado de sus seres queridos que agonizaban en una celda contigua era más fuerte que su cansancio. Solo aceptó un plato caliente de verduras que fue consumiendo sentado en el refectorio ante la mirada preocupada de algunos monjes que observaban con el corazón encogido cómo las lágrimas del peregrino acongojaban su garganta impidiéndole ingerir lo que su cuerpo tanto necesitaba.
El prior del Monasterio, que había salido ese día hasta un pueblo de las cercanías, fue puesto al corriente nada más llegar de lo que había pasado con los peregrinos; entonces se dirigió hasta el refectorio donde Bernard se encontraba.