—Me llamo Rodrigo y soy el prior del monasterio, me han dicho que su hijo se encuentra bien, después de alimentarlo está durmiendo y su esposa también descansa; aunque sigue inconsciente.
—Gracias por todo, mi nombre es Bernard y mi esposa se llama Marie. ¿Cuándo podré verlos?
—Lo primero que tiene que hacer es alimentarse y luego descansar. Si lo desea, ahora vamos a verlos un momento, pero ya se ha hecho todo lo que está en nuestras manos, ahora solo podemos esperar y usted debe recuperarse para cuidarlos.
Las palabras del prior parecieron tranquilizar a Bernard que fue ingiriendo todo lo que le habían servido con esa avidez que produce la necesidad.
—¿Cómo se les ha ocurrido ponerse en camino con este tiempo? ¡Es una temeridad lo que han hecho!
—Verá —dijo Bernard algo más sosegado —cuando comenzamos a ascender los Pirineos el tiempo empezó a cambiar, hubo un momento en el que nos daba lo mismo continuar que retroceder, cualquiera de las dos opciones nos parecía igual de peligrosa, por eso decidimos seguir adelante.
Nos hubiéramos quedado en la cabaña de los pastores que encontramos en lo alto del monte, pero en ese momento todo estaba en nuestra contra, el prematuro nacimiento del niño y la amenaza de los lobos. Por eso, a pesar de todas las adversidades, decidimos continuar, era lo que pensamos que sería lo mejor. Nunca creímos que resultaría tan duro y ahora, después de ver las consecuencias, lo lamento profundamente. He puesto en riesgo las vidas de los seres que más quiero y no podré perdonarme nunca si les ocurriera algo a cualquiera de los dos.
—Bueno, ya no podemos deshacer lo que hemos hecho —comentó el prior —ahora vamos a ir a ver a su mujer y a su hijo, luego se irá a descansar, porque mañana le necesitaran los dos y debe encontrarse bien para cuidarlos.
Fueron hasta el cuarto que se encontraba cerrado y abrieron con suavidad la puerta. Isabel, al percatarse de su presencia, se levantó de la silla en la que se encontraba sentada.
—Descansan los dos —dijo —el niño ya ha comido, solo tenía hambre, por eso lloraba tanto; ahora, como ven, se encuentra descansando como si fuera un ángel. Ella, en cambio, no se ha despertado todavía.
—Gracias por todo lo que ha hecho —dijo Bernard.
—Dé por seguro que están en las mejores manos —afirmó el prior cogiendo una de las manos de Isabel —es una santa a la que muchos peregrinos le deben su vida por los conocimientos y los cuidados que durante muchos años ha sabido dispensar a todos los que la necesitaban.
Bernard se acercó hasta la cabecera de la cama donde se encontraba Marie, daba la impresión que estaba sumida en un profundo sueño y la veía mucho mejor que cuando llegaron y se desmayó al entrar en el monasterio. Tomó con dulzura su mano y la besó, luego acercó sus labios a su frente dándole otro beso. Entonces se percató que en la cama contigua dormía plácidamente su hijo. Era tan hermoso; y ahora que estaba bien alimentado y limpio se le veía tan feliz, que hizo que una lágrima se escapara de los ojos de Bernard mientras le daba un beso en la mejilla.
—Como ve, están en buenas manos – dijo el prior –. Isabel se quedará esta noche al cuidado de ellos y ahora el que debe ir a descansar es usted. Necesitamos que mañana se encuentre recuperado y se haga cargo de su cuidado.