Fue una de las noches más terribles que recordaba, en ocasiones se despertaba y llegó a pensar que el cuarto se estaba moviendo, si no llega a ser por la infusión que le había preparado Elena, es posible que esa noche hubiera sido la última de su vida.

            Como tenía que recorrer menos de una milla, no tuvo excesiva prisa en levantarse, tampoco su cuerpo estaba animado a hacerlo, se sentía tan bien en la cama que esperó somnoliento hasta que la posadera llamó a la puerta para ver si se encontraba bien.

            —¡Tiene preparado el desayuno, cuando lo desee baje al comedor a tomar algo caliente que le sentará bien!.

            —Enseguida voy —respondió Bernard.

            No tenía ganas de comer nada, pero Elena insistió para que tomara algo que asentara su estómago.

            —Esta sopa caliente le vendrá muy bien y le dejará el estómago como nuevo.

            Bernard tomó lo que la posadera le había preparado. Desde que estaba en aquel lugar, siempre había tenido razón en todo lo que le decía y en esta ocasión también ocurrió lo mismo. La sopa le reanimó el cuerpo y repitió un segundo cuenco ya que el primero había conseguido eliminar la sensación rara que tenía en su cuerpo.

            Preparó sus cosas y se dispuso a partir. Elena lamentó mucho su marcha porque era una persona que se había portado muy bien con ella, pero tenía la promesa de que un día volvería por allí y sabía que podía confiar en aquel hombre; estaba segura que cumpliría lo que la había dicho.

            Las mulas se habían acostumbrado a la tranquilidad que tenían en la cuadra, después de varios días sin hacer nada, renquearon un poco más que de costumbre antes de salir. Nada más dejar atrás las casas de la ciudad, desde una pequeña loma, ya se divisaba el monasterio de Iratxe, que era su próximo destino.

            Llegó hasta la entrada principal como un peregrino más y uno de los monjes le recibió, éste se imaginó que estaba de paso, pues era aún muy pronto para que un peregrino diera por finalizada su jornada.

            —Deseaba hablar con el hermano Leovigildo, el abad del monasterio —dijo Bernard.

            —Espere un momento y le llamo —dijo el monje extrañado de que un peregrino preguntara por su superior.

            Unos minutos después el monje regresaba con un hombre alto y robusto, algo más viejo que el monje que le había recibido.

            —Buenos días hermano —dijo el abad.

            —Buenos días, mi nombre es Bernard y vengo de parte del hermano Rodrigo de Roncesvalles y del hermano Sancho de Eunate que me han dicho que hable con usted.

            —Deje aquí las mulas y pasemos dentro, el hermano se encargará de los animales.

            Bernard cogió una de las alforjas que llevaba en la mula de carga y siguió al monje que lo condujo hasta una de las estancias del monasterio.

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