
—¿Cómo ve usted la situación en la que nos encontramos? —Preguntó Bernard —¿podemos estar tranquilos o hay motivos para desconfiar?
—En estos tiempos —dijo Sancho —siempre hay que desconfiar. El poder de la Iglesia es muy grande y están presionando a todos los monarcas para que prohíban las actividades de la Orden en sus reinos. Nuestro Rey nos debe muchos favores, porque cuando necesitó nuestro apoyo se lo dimos incondicionalmente, pero estoy convencido que acabará cediendo a sus pretensiones – comentó Sancho.
—Necesito saber las personas de las que puedo fiarme —preguntó Bernard.
—Fíate de nuestro maestre, de Ordoño, que está al cargo de las posesiones que tenemos en Ponferrada y de nadie más. Hay buena gente que te ayudará, pero la codicia y el afán de poder suele hacer que las voluntades cambien y, por lo que me habéis contado, dispones de una información muy valiosa que debes proteger —dijo Sancho —no es conveniente que conozcan todos los detalles de tu misión pues pueden obligarte a que reveles los lugares en los que has ido ocultando los bienes que has conseguido salvar – propuso Sancho.
—Creo —dijo Bernard —que he encontrado unos excelentes amigos y siempre me dejaré asesorar por Rodrigo y por usted, al menos mientras me encuentre en estas tierras.
—No hace falta que te diga que mi hijo nunca te fallará, es un hombre de honor y siempre sabrá cumplir con su deber.
—¡A cenar! —gritó Elvira —que ya está puesta la cena en la mesa y se va a enfriar.
—Se nos ha pasado el tiempo casi sin darnos cuenta —dijo Rodrigo mientras los tres se dirigían al interior de la casa donde las dos mujeres y los niños les esperaban para cenar.
La mesa estaba repleta de comida, las viandas eran abundantes, aunque a Bernard le pareció muy fuerte todo lo que le ofrecían, no estaba acostumbrado a ingerir aquellos productos elaborados con especias que eran desconocidas para él y aunque le resultaban muy agradables a su paladar, su estómago no se había habituado aún a ellas.
Después de la cena, los niños se fueron a la cama y las mujeres se quedaron pendientes de que todo quedara bien recogido por el servicio. Mientras, los hombres se fueron a una estancia contigua y se sentaron junto a la chimenea, Sancho les servía unas copas de un fuerte aguardiente destilado.
—Como dispondremos de muchos días —dijo Rodrigo —a partir de mañana te iré enseñando la ciudad y también te presentaré a algunos amigos para que vayas conociendo a las personas que están en nuestro círculo de amistades y ellos también te conozcan a ti.
—Y uno o dos días nos desplazaremos hasta la hacienda para enseñarte el resto de los caballos que poseemos —propuso Sancho.
—Estaré a vuestra disposición y desde este momento me siento muy honrado con vuestra hospitalidad —dijo Bernard —será un placer y sobre todo un honor conocer todo lo que me queréis mostrar.
En el amplio cuarto en el que acogían a sus invitados y al que habían llevado todas las pertenencias de Bernard, se sentía cómodo como hacía mucho tiempo no se encontraba. A pesar de que comenzaba a refrescar en el exterior, abrió las ventanas para sentir el aire fresco en su cara, ya que el licor que había ingerido le había calentado su cuerpo en exceso.