El pequeño, al ver acercarse a Rodrigo, se fue corriendo hacia él y estiró sus brazos para que el prior le cogiera y le abrazara también.
—¿Comen bien las gallinas? —preguntó el prior al pequeño.
—Es un trasto —dijo Ramiro —disfruta todos los días haciendo correr a las gallinas y luego le encanta coger los huevos que van poniendo.
El pequeño cogió un puñadito de cebada que arrojó cogiendo impulso mientras las gallinas se abalanzaban a donde había caído el grano ante las risas del pequeño que corría detrás de los animales que al verle salían corriendo en todas las direcciones para no dejarse coger por el pequeño.
Enrique pensaba que el hecho de ver los huertos y el corral le estaba haciendo retrasar su salida, no tenía nada que ver con lo que le había llevado hasta allí, era lo mismo que en cualquier monasterio donde se abastecían con los productos que producían, aunque este lugar tenía que cubrir más necesidades que en otros sitios, pero observó con atención todo lo que el prior le estaba mostrando.
—Como le he dicho —comentó Enrique —debo regresar cuanto antes —¿Hay algún mensaje que deba darle a mi señor?
—No es necesario —dijo Rodrigo —únicamente coméntele con detalle lo que le he mostrado sobre como hacemos para alimentar a los peregrinos.
Enrique no llegaba a comprender que hubiera hecho aquel viaje tan largo para entregar un mensaje que no llegaba a entender y que podía haber sido enviado con alguno de los correos que semanalmente hacían esta ruta; y aún comprendía menos que el prior, en lugar de darle una respuesta, le hubiera enseñado los huertos y los corrales del monasterio. Tampoco trató de interpretar cuanto había visto, él había cumplido la misión que su señor le había dado y regresaría para decirle que había cumplido cuanto le había encargado.
Diez días después estaba de nuevo en Ponferrada dando a su señor el informe verbal de la misión que le había sido encomendada.
—¿No le dio ninguna respuesta —preguntó Roberto —ni verbal ni escrita?
—No señor, solamente me dijo que le explicara cómo alimentaban a los peregrinos con lo que producían en aquel lugar.
Fue detallándole todo lo que había visto, desde los monjes que se encargaban de las verduras y los que se encargaban de los animales, trató de que ninguno de los detalles que había observado se quedara sin exponer a su señor.
—¡Y ese monje que estaba con el niño! ¿Era su padre? —preguntó Roberto.
—Supongo que sí —dijo Enrique —los dos se llamaban lo mismo, el monje era Ramiro y al pequeño lo llamaban Ramirín.
—¿Y se veía feliz al niño? —insistió Roberto.
—Allí, entre docenas de gallinas, había que verlo cómo disfrutaba dándolas de comer y sobre todo correteando detrás de ellas —dijo Enrique como si de nuevo volviera a ver al pequeño —Se le veía muy robusto, como generalmente son las gentes de aquella tierra.
—Muy bien —dijo Roberto —gracias por haber cumplido este encargo, que aunque no se lo parezca, es muy importante para mí.
Eran buenas noticias pues sabiendo que el pequeño se encontraba bien y crecía sano y fuerte, cuando se lo comunicara a Bernard, se alegraría de que así fuera y podría cumplir mejor la nueva misión que le habían encomendado, porque también, al estar alejado de su hijo, podría protegerlo mejor si nadie relacionaba al pequeño con él.
Cuando fuera a visitarlo a León le llevaría personalmente las novedades que tenía de su pequeño y así conocería en detalle el plan que Bernard había elaborado para visitar todas las encomiendas y cómo iba a poner a buen recaudo los bienes de la Orden en el Reino.
Fin del capítulo XXX