En esas aldeas donde sus pobladores apenas se relacionaban con extraños, la forma que tenían de hablar muchas veces resultaba incomprensible para Rodrigo, era una lengua tan diferente que solo podía comprenderla por los signos y los gestos que hacía su interlocutor.

En un principio le habían dicho que le llevaría tres jornadas de camino llegar a la penúltima encomienda que tenía asignada, pero empleó cinco. El cuarto día de viaje casi se llegó a desesperar y pensó que no la encontraría nunca, porque en varios momentos se sintió perdido y no veía a nadie a quien poder preguntar; estuvo dando vueltas por caminos que le llevaban a un lugar por el que le daba la impresión de haber pasado varias veces.

Al quinto día, cuando después de comer algo que llevaba en una de las alforjas, se encontraba en lo alto de una colina y vio en el fondo de un valle el pueblo al que se dirigía, por fin en ese momento comenzó a darse cuenta que la misión que estaba realizando se encontraba a punto de finalizar con éxito. Su maestre, su padre y Bernard se sentirían muy orgullosos del resultado que había conseguido ya que hasta el momento no había tenido ningún contratiempo digno de mención.

Cuando llegó a la encomienda, preguntó por Pedro, que era el responsable. Antes de llegar se había detenido a la entrada del pueblo para hacer un descanso y revisar los datos que llevaba sobre aquella encomienda.

—Yo soy Pedro —le dijo un hombre robusto que escuchaba que el recién llegado preguntaba por él —¿Qué deseáis?

—Mi nombre es Rodrigo, vengo de parte del maestre del reino y traigo unas instrucciones para usted.

—Acompáñeme, es mejor que pasemos al interior donde nadie podrá molestarnos —dijo Pedro.

Rodrigo le informó del cometido de la misión y cómo debía cumplir las órdenes que llevaba al pie de la letra.

El preceptor era una persona desconfiada y le dijo a Rodrigo que no le prestaría su ayuda, no le conocía de nada y podía hacerse pasar por otra persona. Los bienes eran su responsabilidad y no sería tan irresponsable de entregárselos a una persona a la que no conocía de nada.

Rodrigo le informó de quién era la persona que supervisaba habitualmente las cuentas de la encomienda, cuáles fueron las cuentas de la última visita y le extendió el documento firmado por el maestre, pero Pedro siguió mostrándose inflexible.

—Pues que venga Fernando, que es quien me visita periódicamente, a él lo conozco desde hace años y no le pondré ninguna objeción.

—No comprende que el resultado de esta orden consiste en que no sea conocido nada más que por un número muy reducido de personas, en caso contrario sería ineficaz. Solo cada preceptor sabe dónde se guardan los bienes de su encomienda y el maestre será el único que conozca el de todas, nadie más lo sabrá.

—¿Y usted? ¡Qué me dice de usted! —dijo Pedro.

—Soy un simple y leal soldado, mi misión es transmitir al maestre el resultado de las gestiones en cada una de las encomiendas. Solo conozco las que he visitado, igual que otras personas conocerán las que le han sido asignadas. Únicamente nuestro maestre será quien conozca dónde se guardan los bienes de todas cuando le informemos.

—Pues yo solo informare a Fernando que es quien me inspira confianza, a él o al maestre —dijo Pedro.

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