Como consecuencia de sus frecuentes visitas al scriptorium, pronto Bernard entabló una sólida y profunda amistad con Lucas. Este monje era de los que más tiempo llevaba en el monasterio, Rodrigo se atrevió a afirmar que era el más antiguo del lugar, ya que todos lo veneraban como la persona más veterana.
Lucas estaba a cargo de los maestros y de los aprendices que mantenían viva la biblioteca del monasterio, él asignaba las tareas y supervisaba las copias que se hacían, siendo quien daba el visto bueno de todos los trabajos que allí se ejecutaban.
La abundante biblioteca no tenía ningún secreto para él, había estudiado todos los manuscritos y era frecuente verle a altas horas de la noche a la luz de tenues velas repasando una y otra vez lo que ya casi conocía de memoria.
Sus diminutos y claros ojos parecían observarlo todo como si fuera la primera vez que veía cada cosa, pero ahora ya estaban cansados y debía ayudarse de lentes de ampliación para poder observar con la minuciosidad que a él le gustaba cada detalle de los códices y pergaminos.
Los conocimientos que Bernard tenía de la mayoría de las materias habían interesado a Lucas y una vez que hacían las últimas oraciones y cuando el pequeño Ramiro se quedaba dormido, cuando no estaba en el taller, Bernard se acercaba sigilosamente hasta el cuarto en el que Lucas se encontraba y los dos pasaban largas horas conversando y compartiendo conocimientos el uno con del otro.
El interés que Bernard manifestaba por la elaboración de los pergaminos y los pigmentos para poder escribir sobre ellos, pronto quedó satisfecha con los conocimientos que Lucas supo transmitirle.
Cuando se decidió a profundizar en el interés por ampliar los conocimientos, habían pasado ya varios meses de su llegada al monasterio, una noche que los dos estaban hablando sobre la conservación de los pergaminos para las generaciones futuras, Bernard, como sin pensarlo, le preguntó al anciano:
-Si quisiera escribir en un pergamino algo que solo pudiera leerlo yo y las personas que yo desee, ¿cómo podría hacerlo?
-Es sencillo, tendrías que encriptar lo que vayas a escribir – dijo el anciano.
-¿Y cómo se puede hacer eso? – preguntó Bernard.
-La encriptación de mensajes y escritos es muy antigua, los primeros que comenzaron a utilizarla fueron los griegos, Polibio describió en uno de sus escritos un método que llamaban “escitala”, que se usaba hace casi veinte siglos, unos quinientos años antes que naciera Nuestro Señor.
Luego los romanos copiaron esta fórmula y la aplicaron para el envío de mensajes militares, de esa forma, si los mensajeros eran interceptados, nunca se conocía el contenido de los mensajes que portaban.
-¿Cree que yo podría aprender esos sistemas de escritura?