almeida – 11 de diciembre de 2014.
En dirección a la ermita de San Mamés, entre las jaras, sobresale una cruz de madera con un túmulo de piedras que parecen sujetarla para que no se caiga. Es uno de esos elementos que se encuentran
en los inmensos parajes que rodean el pueblo y le hacen destacar de una manera especial.
Como si se tratara de uno de esos hitos que es frecuente ver en los Caminos que se dirigen a Santiago, guarda cierta similitud con uno de los símbolos del Camino, “la Cruz de Ferro” que se encuentra en lo alto del monte Irago nada más dejar la Maragatería y adentrarnos en el Bierzo.
Pero esta Cruz del perdón, tiene su propia historia que de una forma u otra ha ido pasando por tradición popular y quién sabe si con el paso del tiempo llega a convertirse en una de esas leyendas que se pueden escuchar al lado de unas buenas brasas en la chimenea de la casa.
Se dice que la historia siempre la escriben los vencedores y son ellos los que van poniendo el énfasis en cada una de las cosas que van quedando con el paso del tiempo, aunque siempre quedan los vestigios que certifican lo que se nos cuenta en los libros.
Generalmente los invasores, suelen dejar arrasados los lugares por los que pasan. Desde que Atila hizo famosa aquella frase “por donde pisa mi caballo no vuelve a crecer la hierba”, muchos ejércitos tomaron estas palabras al pie de la letra y posteriormente siguieron el ejemplo del guerrero bárbaro siendo en ocasiones mucho más crueles que el líder de aquellas hordas.
Las invasiones que en uno u otro momento de la historia han asolado las tierras castellanas, todavía son visibles en muchos lugares, pero también hay algunos vestigios que nos hablan del esplendor que en su día tuvieron estos invasores y las calzadas y puentes que dejaron los romanos o las construcciones islámicas, son todavía admiradas por muchos que las contemplan.
Sin duda, los más nefastos invasores que solo dejaron desolación por allí donde pasaron fueron las tropas francesas durante las contiendas napoleónicas por los desastres que dejaron tras su retirada.
Son innumerables los templos y construcciones que iban arrasando a su paso cercenando una buena parte del legado que las diferentes culturas fueron dejándonos.
Pero, sin duda, lo más negativo y desastroso de esta invasión fueron las técnicas de tierra quemada que utilizaban en su avance o su retirada porque no solo arruinaban las cosechas que en esos momentos estaban floreciendo, también cercenaban la producción futura quemando los molinos, los batanes, las vías de comunicación haciendo que el pueblo que dejaban arrasado no volviera a levantar cabeza y regiones como Castilla no volvieron a contar con el esplendor que un día las hizo despuntar y desarrollarse.
En plena contienda con los franceses, cuando Napoleón puso al frente de los principales órganos de poder a su gente para controlar todo cuanto se realizara, el pueblo comenzó a dividirse. Aunque predominaban los que detestaban la invasión y luchaban por restablecer la hegemonía del pueblo, también comenzaron a destacar los llamados “afrancesados”. Estas personas unas veces por convencimiento y otras simplemente por comodidad o por supervivencia se mostraban abiertamente partidarios de las fuerzas invasoras adquiriendo sus costumbres y sus comportamientos y siendo por consiguiente aborrecidos y detestados por quienes querían restablecer la independencia del pueblo.
Se cuenta que por esa época, un joven cura recién salido del seminario fue destinado a la zona de Tábara y desde un principio todos le vieron como uno de esos abominables “afrancesados” que frecuentaba con descaro la compañía y la amistad de los invasores.
Este comportamiento del cura, no fue bien visto por el pueblo que enseguida comenzó a repudiarlo y a evitar su compañía, mientras que esta situación le hacía cada vez más amigo de los invasores.
Pero, el cura, tenía una doble personalidad, su apariencia ante todos era lo que le estaba granjeando la enemistad de su pueblo que era ignorante que en realidad se trataba de uno de los líderes de la resistencia popular ante los franceses y aprovechaba la confianza que despertaba ante los invasores para acceder a información privilegiada que posteriormente se la confiaba a la resistencia para que éstos pudieran llevar a cabo determinadas acciones de guerrilla contra los franceses.
Tras el desastre de Arapiles, las tropas del general Junot comenzaron a retroceder y fueron abandonando las tierras de Castilla para dirigirse a Francia y ese fue el momento que el pueblo tanto deseaba para ajustar cuentas por las afrentas que habían tenido que soportar durante la invasión.
Uno de los primeros que se encontraba en aquella lista de los que debían pagar por su traición era el joven cura que fue apresado y haciendo oídos sordos a lo que este decía, le llevaron hasta las afueras del pueblo y le ajusticiaron como hicieron con todos los que se consideraban traidores por haber congeniado de una forma tan descarada con el enemigo.
Cuando los líderes de la resistencia fueron saliendo de la clandestinidad en la que se encontraban y se fueron agrupando, una de las primeras cosas que hicieron fue dirigirse a los pueblos en los que había personas que como el cura se habían arriesgado para mantener viva la llama de la independencia, pero al llegar a Tábara, se dieron cuenta de la injusticia que se había cometido con el joven cura y ya no había solución.
Con el fin de mantener vivo su recuerdo, en el mismo lugar que se le ajustició, se levantó una sencilla cruz de madera para que las generaciones posteriores recordaran a ese hombre que no gozó de los placeres del éxito porque nadie quiso escuchar su confesión antes de morir.
El túmulo se va incrementando con las piedras que cada persona que pasa por aquel lugar va dejando en la base de la cruz, y ahora cuando muchos recuerden o conozcan la historia de este luchador, seguro que el número de piedras se incrementa de una forma considerable.