almeida – 22 de enero de 2015.

La cuadrilla con la que Emeterio se pasaba la mayor parte de las horas de cada día, se había especializado en la depredación. No había nido que no

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tuvieran controlado ni pájaro del que desconocieran sus hábitos porque cuando querían saciarse de proteínas sabían que tenían una excelente y amplia despensa natural en la que saciaban todas las necesidades.

Les daba lo mismo que volara, reptara o nadara, solo era necesario que alguno de la banda dijera a lo que se iban a dedicar ese día y todos sin rechistar le seguían y cada uno se hacía acopio de lo necesario; un palo, un tirachinas, una honda, con el fin de capturar cuantas más presas mejor.

Especialmente gustosos eran los gorriones a los que después de desplumar, insertaban un palo y lo acercaban a las brasas que alguno había preparado y dejaban que se churruscara bien para poder comerse hasta los huesecillos del ave.

Todos se extrañaron aquel día que Emeterio les dijera que iban a ir hasta una huerta que tenía controlada en la que había, entre otras cosas, unas fresas que se estaban haciendo muy apetecibles. Aquella propuesta no fue bien comprendida por el resto de la banda que no encontraba aliciente a algo inmóvil, las fresas eran para las niñas y ellos con lo que disfrutaban era cogiendo pájaros y algún que otro lagarto, pero las novedades que Emeterio solía incorporar, nunca les habían defraudado porque de una forma u otra, en ellas siempre había algo inesperado que las convertía en aventuras nuevas.

Se acercaron hasta la huerta y era tal y como les había contado, las hojas verdes rebosaban en todos los linios en los que se habían sembrado las fresas y el color rojo de éstas comenzaba a destacar en aquel vergel que estaba muy bien cuidado por el dueño de la huerta.

Emeterio lo tenía todo controlado, sabía a la hora que el aldeano iba a regar la huerta y a la hora que solía acudir para quitar las malas hierbas. En medio de estas dos tareas contaban con tiempo suficiente para hartarse de aquel manjar que parecía plantado para que ellos lo degustaran.

Cuando entraron en la huerta, se dio cuenta que la tierra no estaba muy mojada, pero era un día caluroso y no le dio más importancia hasta que vio a lo lejos como se acercaba el agricultor que ese día había tenido que hacer otras labores mas urgentes y no había tenido tiempo para regar como era su costumbre y venía a hacerlo cuando terminó las otras tareas.

La primera intención de todos al verle llegar fue salir corriendo, pero ya era demasiado tarde para hacerlo, se encontraba lo suficientemente cerca para reconocerlos y con solo uno que conociera, caerían todos bajo la ira de quien mimaba cada una de las fresas que estaban naciendo para luego llevárselas a su familia.

Emeterio hizo una señal a todos para que se tumbaran en el surco de la huerta y de esa forma las hierbas y las abundantes hojas de las fresas les cubrirían para no ser descubiertos y todos hicieron lo que su jefe les ordenaba.

Daba la sensación que cada uno de los integrantes de la banda hacían una presión extra sobre el suelo porque apretaban sus cuerpos contra la tierra como si de esa forma se ocultaran un poco más.

Mientras el aldeano abría las compuertas de la acequia en la que recogía el agua para que ésta fuera extendiéndose por toda la tierra que deseaba regar, los invasores permanecían en silencio y tan inmóviles que daba la sensación que se encontraban aletargados ya que parecía que hasta el corazón y el flujo de la sangre se había detenido.

Ni tan siquiera cuando vieron cómo se acercaba el agua por el surco en el que se encontraban se atrevieron a mover ni un solo músculo y fueron sintiendo cómo la humedad iba rodeando sus cuerpos hasta que quedaron completamente empapados.

Pero, a pesar de la situación comprometida en la que se encontraban, la tentación para Emeterio de tener aquellos jugosos frutos al alcance de su boca y sobre todo ese instinto depredador que llevamos dentro, no le dejaba permanecer impasible y de vez en cuando acercaba la boca hasta aquellos frutos tan apetecibles y daba un bocado tratando de desprenderlo de la rama y saborearlo, aunque en más de una ocasión el bocado que engullía venia envuelto en tierra, pero a pesar de todo, le estaba sabiendo delicioso.

Fue una hora la que tardó aquel buen hombre en regar el huerto aunque a los invasores les resultó casi una eternidad en la que la adrenalina que sentían se iba acumulando por la sensación de riesgo que estaban viviendo en la que esperaban ser descubiertos de un momento a otro.

Cuando escucharon cómo se cerraba la compuerta, respiraron un tanto aliviados y la tensión desapareció en el momento que vieron como el aldeano ponía al hombro la azada que llevaba habitualmente y desaparecía de sus ojos.

Ahora tenían para ellos toda la huerta y podían dar rienda suelta a su instinto saciándose con todo lo que había a su alrededor, pero ya las fresas no sabían lo mismo, habían perdido ese encanto de la emoción de sustraerlas de una forma un tanto arriesgada.

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