Bernard estuvo el resto de la semana descansando, ya se había corrido la noticia entre los monjes de su nueva obra y algunos quisieron contemplarla, pero él pensaba que debía ser el prior quien la mostrara a toda la comunidad y ofreció todo tipo de excusas para ir demorando estas peticiones.
La misa de los domingos era la más concurrida en el monasterio, ya que además de los monjes, se acercaban algunos vecinos de las aldeas cercanas; también Isabel, que conocía el programa que se había establecido, acudió con sus mejores galas.
En cuanto llegó la anciana mujer fue en busca del pequeño, al que le había traído algunas pastas que había preparado y sabía que le gustaban mucho, le engatusó con los dulces y estuvo con ella toda la mañana.
Una vez que la misa hubo terminado, todos los asistentes se dirigieron a lo que iba a ser el futuro museo del monasterio. Allí, en un lugar destacado, había un paño de casi dos metros que ocultaba algo que había bajo él.
El prior se dirigió a todos los asistentes dirigiéndoles unas palabras que previamente había meditado.
—Hace meses regresó con nosotros alguien al que desde el momento que le conocimos estoy seguro que estuvo presente en muchas de nuestras oraciones. Su talento ya lo conocíamos, pero ahora de nuevo podemos disfrutarlo contemplando una de esas obras que solo los maestros hacen para nuestro deleite y para que la eternidad pueda contemplarlas.
Hoy vamos a descubrir su última obra. Ocupará un lugar relevante en esta estancia, que será una de las partes más importantes del monasterio, pues aunque no es un lugar de culto, será donde iremos guardando toda la historia de este lugar.
También quiero informaros que Bernard pronto será nuestro hermano, ya todos le considerábamos como tal, pero me ha dicho que quiere dedicar el resto de su vida a compartirla con nosotros, y aunque hasta este momento está llevando hábitos para sentirse igual que nosotros, que todos le veamos como un igual, pronto hará los votos para integrarse por completo en esta congregación y será un monje más.
Y sin más preámbulos, porque sé que todos estáis deseando ver la nueva obra de nuestro hermano, vamos a pedirle a Ramirín que retire el paño que nos está ocultando su obra.
Cuando el pequeño tiró del paño descubriendo la talla, se escuchó al unísono una profunda exclamación en toda la estancia, incluso algunos abrían asombrados la boca mientras se acercaban y tocaban la figura.
—Parece tan real —decían unos.
—Es como una aparición —murmuraban otros.
Bernard permaneció junto a Rodrigo a un costado de la talla y fue escuchando las alabanzas que hacían la mayoría de los monjes; fue recibiendo las felicitaciones de cada uno de ellos.
El viejo Lucas esperó a que la mayoría de sus hermanos hubieran pasado junto a la obra, cuando ya no quedaban más monjes esperando, se acercó hasta la obra y la contempló desde donde podía ver todos los detalles de la misma. Estuvo un rato meditando, fijándose en los más mínimos detalles, cuando terminó de observarla, fue a saludar a Bernard y le dijo:
—Es magnífica, es una obra de arte.
—Me alegro que os guste —dijo Bernard.
—No solo me ha gustado, pienso que realza toda la fortaleza y el esplendor de la Orden, mirándola con mucho detalle, hasta podemos ver en su interior la grandeza y el poder que un día tuvo.
Aquellas palabras inquietaron a Bernard, nadie podía ver lo que se escondía en su interior, pero enseguida se dio cuenta que estaba ante uno de los mayores sabios que había conocido y pensó que hay personas a las que no se les puede ocultar nada, pues saben ver esas cosas que no son perceptibles para los demás.
Fin del capítulo XLI