Según caminaban por la calle, eran muchas las personas que se detenían a hablar con el joven, unos solo le saludaban dándole recuerdos para sus padres, otros le pedían consejo o le solicitaban su ayuda para resolver algún problema que tenían y que sabían que el joven podría solucionárselo.

Una mañana se acercaron hasta el hospital donde se acogía a los peregrinos. Era un imponente edificio con capacidad para albergar a varios centenares de personas, estaba situado en las afueras de la ciudad. Bernard pudo estar en contacto con algunos compatriotas. Unos celebraban que ya les quedaban muy pocas jornadas para llegar a su destino, otros ya habían tenido la fortuna de ver cumplida con éxito su aventura y ahora regresaban a sus lugares de origen.

Bernard salió impresionado del hospital de peregrinos, no se imaginaba que fueran tantas personas las que se dirigían a las tierras del fin del mundo y lo comentó con su anfitrión.

—Cada vez son más —dijo Rodrigo —y según van llegando los días que son más largos, llegan más y más peregrinos; hay veces que no se cuenta con sitio suficiente para todos.

—¡Pero! ¿Y en las pequeñas poblaciones? —preguntó Bernard.

—Siempre hay un lugar para el peregrino, aunque no sea muy cómodo, encontrará un techo en el que dormir a cubierto. Pero cada vez se están construyendo más hospitales para acogerlos.

Uno de los lugares que más entusiasmó a Bernard fue cuando Rodrigo le llevo a visitar la iglesia de San Isidoro. Había dejado a propósito esta visita para el final de su estancia. En su claustro acogía los sepulcros de los reyes, las reinas y los infantes del reino. Se encontraban en sarcófagos de piedra y la solemnidad de este lugar impactó mucho a Bernard que quiso saber a quién correspondía cada uno de los sepulcros, por eso, con mucha calma fue leyendo lo que se había grabado en el exterior de cada uno de los sarcófagos.

—Este lugar impresiona mucho —afirmó Bernard  cuando se encontraban en la plaza que daba acceso a la iglesia.

—Sí —comentó Rodrigo —éste es uno de mis rincones preferidos, aquí vengo en ocasiones para darme cuenta de la grandeza y del poder de nuestro pueblo.

Por las tardes, mientras Rodrigo se ocupaba de los libros donde registraban las cuentas de la hacienda de sus padres y controlaba como iban los trabajos en el campo, Bernard se pasaba muchas horas en el patio de la casa, se entretenía con una navaja con la que daba forma a unos pedazos de madera que había cogido de la leñera.

Un día Sancho le observaba desde el otro extremo del patio y se acercó hasta donde se encontraba ensimismado con su tarea.

—¿Qué hace? —preguntó el anciano.

—Estoy dando forma a unos pedazos de madera —dijo mostrándoselos a su anfitrión.

—Son muy bonitos y le están quedando muy bien —afirmó Sancho.

—Son para los niños de Rodrigo, de aquí estoy haciendo un caballo y esto es una muñeca.

—Pues no se le da nada mal —afirmó Sancho. —¿Hace mucho que trabaja la madera?

—Comencé cuando salí de París, un hombre con el que caminé algunos días fue el que me inició en esta especialidad, me dijo como debía tratar la madera y me regaló el primer utensilio para hacerlo. Como se me daba bien, he seguido practicando porque me gusta y, en los momentos de soledad o de angustia, me ayuda mucho a relajarme.

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