
Continuó viajando cerca de la costa, aunque, cada vez más, los acantilados resultaban más escabrosos y le obligaban a buscar los senderos que había en el interior, en ocasiones a varias leguas de la costa.
Fue bordeando toda la costa de Galicia, seguía en dirección al norte y en un punto en el que las dos grandes masas de agua se juntaban y ya no podía continuar avanzando más, tuvo que cambiar el rumbo y seguir hacia el este.
Esta zona producía unas corrientes invisibles en las que cuando algún barco se veía inmerso en ellas, pasaba muchas dificultades para poder salir del peligro en el que se encontraba, algunos no podían superarlo y acababan zozobrando.
En estas ocasiones era cuando Rodrigo aprovechaba para hacer algún descanso y desde el lugar privilegiado en el que se encontraba, en lo más alto de los acantilados, observaba las peripecias que hacían los marineros para salir de aquellas situaciones tan comprometidas en las que se habían metido.
Las gentes de estas tierras eran muy sencillas, en un principio se mostraban muy recelosas de lo que no conocían, incluidos los forasteros, mucho menos estaban acostumbrados a ver caballeros por aquel lugar; por eso, cuando Rodrigo llegaba a una aldea o a un pueblo, se sentía observado por todos sus habitantes y era el centro de todos los comentarios que se producían.
Pasaba por numerosos lugares en los que los ríos que transportaban las aguas de las montañas para dejarlas en la mar creaban amplias rías antes de producirse este encuentro; eran excelentes puertos naturales en los que los marineros dejaban las embarcaciones para protegerlas de la furia que en ocasiones se desataba en la mar y arrojaba con bravura sus aguas sobre la costa. Tuvo ocasión de ver varias veces estas tempestades que llegaban a ser muy peligrosas sobre todo cuando sorprendían a alguna embarcación que se encontraba faenando en alta mar y no le daba tiempo a resguardarse de las tormentas en la seguridad que les ofrecía el puerto.
Cuando llegó a la encomienda de Betanzos le dio la impresión que no lo había hecho en un buen momento, Carlos, el preceptor, se encontraba en una acalorada discusión con otra persona y cuando Rodrigo le comunicó el motivo de su visita, éste se mostró aún más desconfiado y no le dio ninguna respuesta, se limitó a alojarle en uno de los cuartos que había en la encomienda y tras coger el documento que estaba dirigido a él y que iba firmado por Roberto, el maestre de la orden, quedó en comunicarle al día siguiente lo que había decidido.
—Discúlpeme —le dijo el preceptor al día siguiente —ayer no llegó en el mejor momento y me encontraba un tanto alterado.
—No tiene porque disculparse —dijo Rodrigo —lo comprendo, todos estamos pasando por momentos de gran desconfianza debido a la situación por la que estamos atravesando.
Carlos en ese momento fijó su vista en el anillo que Rodrigo llevaba en el dedo.
—Ese sello, lo he visto antes, lo llevaba Sancho Ramírez —dijo el preceptor.
—Sancho es mi padre y el sello es de nuestra familia, él me lo ha cedido para que lo lleve durante esta misión.
—O sea, que tú eras el que correteaba por la casa —exclamó Carlos – no tendrías ni diez años cuando estuve en tu casa y recuerdo haberte visto por allí.