Ajeno a todo lo que había dejado atrás, pero preocupado por la suerte de sus amigos, Bernard nada más despedirse de Rodrigo, tomó el camino de regreso hacia Roncesvalles. Estaba seguro que ese era el lugar al que Roberto quería que fuera, solo él sabía que se encontraba allí su hijo y cuando todo cambiara sería el sitio al que iría o enviaría a alguien a buscarle.

Para seguir pasando inadvertido, decidió nuevamente llevar los atuendos de peregrino que tan buen resultado le habían dado cuando comenzó hace tantos meses su huida de París. En esta ocasión lo hacía con la apariencia de un peregrino con medios, pues no quiso desprenderse de la yegua que le había regalado, y todo el atuendo debía ir en consonancia con la montura que ahora le llevaba.

El regreso fue más fácil que cuando recorrió estas tierras anteriormente, iba más despreocupado sin tener que entrevistarse con ninguno de los preceptores que en el anterior viaje tuvo que hacer. Se detendría varios días en algunos lugares que deseaba visitar con más calma que cuando pasó por ellos la vez anterior.

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No deseaba encontrarse con nadie que pudiera reconocerle, por lo que fue cambiando los lugares en los que antes había pernoctado o había pasado alguna jornada, lo hizo con pena porque se sentía obligado a devolver alguna de las visitas que había prometido, de especial manera la estancia que tuvo en Estella, que recordaba como una de las más gratas de su viaje.

Algunas jornadas las realizó en compañía de otros viajeros, principalmente peregrinos. Uno de los primeros grupos con los que viajó procedía del fin del mundo, habían peregrinado hasta la ciudad de Santiago y luego prolongaron su viaje hasta que la tierra no les permitía seguir avanzando más.

Éstos portaban unas conchas en sus vestimentas que habían obtenido en las tierras gallegas y le proporcionaron dos a Bernard, una la cosió a su esclavina y la otra la colgó de su bordón. Ahora no había duda que era un peregrino que regresaba con bien de su peregrinación a postrarse ante los restos del apóstol.

Según se iba acercando al reino de Navarra, el recuerdo del pequeño Ramiro iba ocupando toda su mente, su ánimo parecía más elevado y ahora solo soñaba con estrechar entre sus brazos al pequeño fruto del amor de su vida.

La última parada de su viaje la hizo en la ciudad de Pamplona, de esa forma, esperaba llegar antes de que anocheciera al monasterio. No sabía si eran los deseos de llegar, pero este tramo le resultó especialmente duro y cansado, quizá fuera la acumulación de días de viaje o la dureza de los parajes por los que estaba transitando, el caso es que llegó a las puertas del monasterio más cansado que ninguna otra jornada.

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